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LIBROS & ARTES

Página 32

Cómo se puede comprar o

vender el firmamento, ni

aun el calor de la tierra? Dicha

idea nos es desconocida.

Si no somos dueños de la

frescura del aire ni del fulgor de

las aguas, ¿cómo podrán Uds.

comprarlos? Cada parcela de esta

tierra es sagrada para mi pueblo.

Cada brillante mata de pino,

cada grupo de arena en las pla-

yas, cada gota de rocío en los os-

curos bosques, cada altonazo y

hasta el sonido de cada insecto

es sagrado a la memoria y al pa-

sado de mi pueblo. La savia que

circula por las venas de los árbo-

les lleva consigo las memorias de

los pieles rojas.

Los muertos del hombre

blanco olvidan su país de ori-

gen cuando emprenden sus pa-

seos entre las estrellas; en cam-

bio, nuestros muertos nunca

pueden olvidar esta bondado-

sa tierra, puesto que es la madre

de los pieles rojas. Somos parte

de la tierra y así mismo ella es

parte de nosotros. Las flores

perfumadas son nuestras her-

manas; el venado, el caballo, la

gran águila, estos son nuestros

hermanos. Las escarpadas pe-

ñas, los húmedos prados, el ca-

lor del cuerpo del caballo y el

hombre, todos pertenecemos a

la misma familia.

Por todo ello, cuando el gran

jefe de Washington nos envía el

mensaje de que quiere comprar

nuestras tierras, nos está pidien-

do demasiado.

También el gran jefe nos dice

que nos reservará un lugar en el

que podamos vivir confortable-

mente entre nosotros. El se con-

vertirá en nuestro padre y noso-

tros en sus hijos. Por ello consi-

deramos su oferta de comprar

nuestras tierras. Ello no es fácil,

ya que esta tierra es sagrada para

nosotros. El agua cristalina que

corre por ríos y arroyuelos no es

solamente agua sino también re-

presenta la sangre de nuestros an-

tepasados. Si les vendemos tie-

rras deben recordar que es sagra-

da, a la vez deben enseñar a sus

hijos que es sagrada; y que cada

reflejo fantasmagórico en las cla-

ras aguas de los lagos cuenta los

sucesos y memorias de las vidas

de nuestras gentes.

El murmullo del agua es la

voz del padre, de mi padre.

Los ríos son nuestros her-

manos y sacían nuestra sed; son

portadores de nuestras canoas y

alimentan a nuestros hijos. Si les

vendemos nuestras tierras uste-

des deben recordar y enseñarles a

sus hijos que los ríos son nues-

tros hermanos y también son los

suyos y por lo tanto deben tratar-

los con lamisma dulzura con que

se trata a un hermano.

Sabemos que el hombre

blanco no comprende nuestro

modo de vida.

El no sabe distinguir entre

un pedazo de tierra y otro, ya que

es un extraño que llega de noche

y toma de la tierra lo que necesita.

La tierra no es su hermana

sino su enemiga y una vez con-

quistada sigue su camino, dejan-

do atrás la tumba de sus padres

sin importarle.

Le secuestra la tierra a sus

hijos. Tampoco le importa. Tan-

to la tumba de sus padres como

el patrimonio de sus hijos son

olvidados.

Trata a su madre, la tierra, y

a su hermano, el firmamento,

como objetos que se compran,

se explotan y se venden como

ovejas o cuentas de colores. Su

apetito devorará la tierra dejan-

do atrás sólo un desierto.

No sé, pero nuestro modo

de vida es diferente al de ustedes.

La sola vista de sus ciudades ape-

na la vista de un piel roja. Pero

quizás sea porque el piel roja es

un salvaje y no comprende nada.

No existe un lugar tranquilo

en las ciudades del hombre blan-

co ni hay sitio donde escuchar

cómo se abren las hojas de los ár-

boles en la primavera o cómo ale-

tean los insectos. Pero quizá tam-

bién esto debe ser porque soy un

salvaje que no comprende nada.

El ruido sólo parece insul-

tar nuestros oídos.

Y después de todo, ¿para

qué sirve la vida si el hombre no

puede escuchar el grito solitario

del chotacabras, ni las discusio-

nes nocturnas de las ranas al bor-

de de un estanque? Soy un piel

roja y nada entiendo. Nosotros

preferimos el suave susurro del

viento sobre la superficie de un

estanque, así como el olor de ese

mismo viento purificado por la

lluvia del mediodía o perfumado

con aromas de pinos.

El aire tiene un valor inesti-

mable para el piel roja, ya que

todos los seres comparten un

mismo aliento; la bestia, el ár-

bol, el hombre, todos respira-

mos el mismo aire. El hombre

blanco no parece consciente del

aire que respira: como un mori-

bundo que agoniza durante mu-

chos días, es insensible al hedor.

Pero si les vendemos nuestras

tierras deben recordar que el aire

nos es inestimable, que el aire

comparte su espíritu con la vida

que sostiene. El viento que dio a

nuestros abuelos el primer so-

plo de vida, también recibe sus

últimos suspiros. Y si les ven-

demos nuestras tierras, ustedes

deben conservarlas como cosa

aparte y sagrada, como un lugar

donde hasta el hombre blanco

pueda saborear el viento perfu-

mado por las flores de las prade-

ras. Por ello consideramos su

oferta de comprar nuestras tie-

rras. Si decidimos aceptarla, yo

pondré una condición: El hom-

bre blanco debe tratar a los ani-

males de esa tierra como a sus

hermanos. Soy un salvaje y no

comprendo otro modo de vida.

He visto a miles de búfalos pu-

driéndose en las praderas, muer-

tos a tiros por el hombre blanco

desde un tren en marcha.

Soy un salvaje y no compren-

do cómo una máquina humean-

te puede importar más que el

búfalo al que nosotros matamos

sólo para sobrevivir.

¿Qué sería del hombre sin

los animales? Si todos fueran

exterminados, el hombre tam-

bién moriría de una gran sole-

dad espiritual porque lo que su-

ceda a los animales también le

sucederá al hombre. Todo va en-

lazado.

Deben enseñarles a sus hi-

jos que el suelo que pisan son

las cenizas de nuestros abuelos.

Inculquen a sus hijos que la tie-

rra está enriquecida con las vidas

de nuestros semejantes, a fin de

que sepan respetarla.

Enseñen a sus hijos que

nosotros hemos enseñado a los

nuestros que la tierra es nuestra

madre. Todo lo que ocurra a la

tierra, le ocurrirá a los hijos de la

tierra. Si los hombres escupen

en el suelo, se escupen a sí mis-

mos.

Esto sabemos, la tierra no

pertenece al hombre, el hombre

pertenece a la tierra.Estosabemos.

Todo va enlazado, como la sangre

que une a una familia. Todo va

enlazado. Todo lo que ocurre a la

tierra le ocurrirá a los hijos de la

tierra. El hombre no tejió la trama

de la vida, él es sólo un hilo.

Lo que hace con la trama se

lo hace a sí mismo. Ni siquiera el

hombre blanco, cuyo Dios pa-

sea y habla con él de amigo a

amigo, queda exento del desti-

no común. Después de todo,

quizás seamos hermanos. Ya ve-

remos. Sabemos una cosa que

quizás el hombre blanco descu-

bra un día; nuestro Dios es el

mismo Dios. Ustedes pueden

pensar ahora que Él les pertene-

ce, lo mismo que desean que

nuestras tierras les pertenezcan;

pero no es así. Él es el Dios de

los hombres y su compasión se

comparte por igual entre el piel

roja y el hombre blanco. Esta tie-

rra tiene un valor inestimable

para Él y si se daña se provocaría

la ira del creador. También los

blancos se extinguirán, quizá an-

tes que las demás tribus. Conta-

minarán sus lechos y una noche

perecerán ahogados en sus pro-

pios residuos.

Pero ustedes caminarán a su

destrucción rodeados de gloria,

inspirados por la fuerza de Dios

que los trajo a esta tierra y que

por algún designio especial les

dio dominio sobre ella y sobre

el piel roja. Este destino es un

misterio para nosotros, pues no

entendemos por qué se extermi-

nan los búfalos, se doman los ca-

ballos salvajes, se saturan los rin-

cones secretos de los bosques con

el aliento de tantos hombres y se

atiborra el paisaje de las exuberan-

tes colinas con cables parlantes.

¿Dónde está el matorral?

Destruido. ¿Dónde está el águi-

la?Desapareció. Termina la vida y

empieza la supervivencia.

¿

Dueños un día de todo un continente, los indios norteamericanos

acabarían en las cárceles de las reservas o exterminados. Sobre esta época

de terrible destrucción del medio ambiente –actualmente profundizada– existe

un ya clásico documento que a continuación publicamos, la bella y conmovedora

carta del jefe piel roja Seattle al presidente norteamericano en 1854

sobre la destrucción de su mundo.

Jefe piel roja Seattle

El último paraíso

“TERMINA LA VIDA

Y EMPIEZA LA

SUPERVIVENCIA”