LIBROS & ARTES
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“No existe la nota veintiuno.”
Porras replicó: “Tampoco
existe el cero”. Era imposi-
ble polemizar con Porras. El
alumno ingresó a San Mar-
cos.
Una última anécdota nos
puede aproximar algo más al
espíritu real y vivo de Raúl
Porras. Después de haber tra-
bajado durante toda la tarde
en sus libros e investigacio-
nes, y luego de comer, a Po-
rras le gustaba sostener una
tertulia en su casa, con ami-
gos y discípulos a quienes
cautivaba, noche a noche,
con la agudeza de su ingenio,
su acervo inagotable de no-
ticias curiosas, el tono cálido
y sugestivo de su voz. Las
más de las veces estas tertu-
lias se prolongaban hasta pa-
sada la medianoche. A esa
hora, le apetecía salir a cami-
nar un poco y tomar un café
o un gaseosa. En la Lima gaz-
moña de los cincuenta, no
había toque de queda. Pero
tampoco local abierto don-
de beber un líquido inocen-
te, o no tan inocente. Bares,
cafés y restoranes cerraban a
eso de las once.
Cerca de la casa de Po-
rras, cruzando la línea del
tranvía y junto al mercado de
Surquillo, había un raro
restorán llamado “El Triun-
fo”, de apariencia y condi-
ción no muy santas, y que sí
permanecía abierto hasta al-
tas horas de la noche. A él
solían llegar Porras y sus con-
tertulios; también trabajado-
res hambrientos o sedientos
después de la faena noctur-
na, tal o cual ladronzuelo de
poca monta, grupos de bo-
hemios, más o menos desba-
ratados, y no faltaban estu-
diantes universitarios que
recalaban allí después de una
jarana con bailongo o de
unas prosaicas horas de es-
tudio antes de algún temido
examen.
Cuando entraba Porras,
algún estudiante solitario y
callado, o un bullicioso gru-
po, lo reconocían, se acerca-
ban a saludarlo y, acogidos
con sonrisa benevolente, se
quedaban un rato junto al
maestro, a gozar de su parla
maravillosa.
Porras era así: en el aula
de clase, en el patio de Le-
tras, en su casa o en un café
era el maestro cordial, dis-
puesto siempre a conversar
con los estudiantes. Muchos
miembros de la que después
se llamaría generación del
cincuenta, solían ir a su casa;
otros le hablaban en los re-
cintos universitarios; otros, en
fin –y no eran lo menos–, le
hacían tertulia en “El Triun-
fo”. Todos, fueran alumnos
de un curso suyo o no, le apre-
ciaban hondamente.
Un día, no sé a quién se
le ocurrió homenajear a Po-
rras. No se trataba de ningu-
na efemérides memorable, de
cumpleaños, fin de año aca-
démico, aparición de libro o
próximo viaje. No. Todos
sentían la necesidad de ren-
dir un homenaje al maestro
Porras, sin acontecimiento
motivador alguno. Rendirle
homenaje por sus incompa-
rables lecciones de historia;
por su conversación, más in-
comparable aún; por sus no-
ches sin par en “El Triunfo”
y porque todos sentíamos
que Porras era nuestro, que
era la inmarchitable juventud
del espíritu. Como la mayor
parte de nosotros era gente
sin mayores recursos, toda-
vía sin oficio ni beneficio, se
escogió un restorán barato.
Creo que ni siquiera era un
restorán, sino algo así como
una pensión de mesa, regen-
tada por un matrimonio ca-
talán y situada en una caso-
na del centro de Lima, cer-
cana al parque Universitario.
Era una de esas casonas, ya
entonces venidas a menos, de
amplios salones e inmenso
comedor.
El banquete a Porras,
banquete porque sí, sin más
motivo que la honda simpa-
tía que por él sentíamos, fue
uno de los actos colectivos
más importantes de la gene-
ración del cincuenta. La fe-
cha en que ocurrió, no la re-
cuerdo exactamente. Pudo
ser en 1953, en 1954 ó en
1955. Concurrieron, entre
otros que he olvidado, Car-
los Araníbar, Francisco
Bendezú, Hugo Bravo, Tulio
Carrasco, Nícida Coronado,
Alberto Escobar, Oscar
Franco, Julio y Pablo Mace-
ra, Luis Alberto Peláez, Es-
peranza Ruíz, Manuel
Velásquez, Carlos Velásquez
y sólo dos personas no per-
tenecientes a la generación:
Jorge Puccinelli y Francisco
Vega Seminario. El plato
fuerte del banquete era una
estupenda paella que, a la
verdad, no resultó tan estu-
penda como nos la habían
prometido. Pero no impor-
tó. El plato fuerte era, en rea-
lidad, la simpatía de Porras,
esa simpatía de la que nos ali-
mentábamos suculenta-
mente y a la que rendíamos
homenaje con un modesto
banquete.
Para aproximarse a Raúl
Porras no he querido recu-
rrir, en lo posible, ni a su
obra ni a su biografía oficial.
Una y otra nos revelan aspec-
tos importantes de su perso-
nalidad, pero dejan escapar
algo, acaso, más precioso.
Raúl Porras murió relativa-
mente joven. Sin embargo,
diez años o veinte años más
de vida, seguramente, tam-
poco le hubieran bastado.
Como el Fausto legendario
o como el Leonardo históri-
co, Raúl Porras poseyó un
espíritu ardiente al cual una
sola vida humana no le po-
día ser suficiente para alcan-
zar su plenitud.
“He querido que mi último acto en esta vieja casa de Torre Tagle a la
que he entregado mi vida sea el de incorporarlos a ustedes, jóvenes herederos de
nuestra tradición, al Servicio Diplomático de la República, porque en los
jóvenes se encuentra la renovación democrática del Perú. Quiero que sepan
que más allá de las prebendas, de los favores y de las ventajas personales,
está la dignidad de los hombres y por encima la dignidad de la Nación”.
1919.