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LIBROS & ARTES

Página 6

“No existe la nota veintiuno.”

Porras replicó: “Tampoco

existe el cero”. Era imposi-

ble polemizar con Porras. El

alumno ingresó a San Mar-

cos.

Una última anécdota nos

puede aproximar algo más al

espíritu real y vivo de Raúl

Porras. Después de haber tra-

bajado durante toda la tarde

en sus libros e investigacio-

nes, y luego de comer, a Po-

rras le gustaba sostener una

tertulia en su casa, con ami-

gos y discípulos a quienes

cautivaba, noche a noche,

con la agudeza de su ingenio,

su acervo inagotable de no-

ticias curiosas, el tono cálido

y sugestivo de su voz. Las

más de las veces estas tertu-

lias se prolongaban hasta pa-

sada la medianoche. A esa

hora, le apetecía salir a cami-

nar un poco y tomar un café

o un gaseosa. En la Lima gaz-

moña de los cincuenta, no

había toque de queda. Pero

tampoco local abierto don-

de beber un líquido inocen-

te, o no tan inocente. Bares,

cafés y restoranes cerraban a

eso de las once.

Cerca de la casa de Po-

rras, cruzando la línea del

tranvía y junto al mercado de

Surquillo, había un raro

restorán llamado “El Triun-

fo”, de apariencia y condi-

ción no muy santas, y que sí

permanecía abierto hasta al-

tas horas de la noche. A él

solían llegar Porras y sus con-

tertulios; también trabajado-

res hambrientos o sedientos

después de la faena noctur-

na, tal o cual ladronzuelo de

poca monta, grupos de bo-

hemios, más o menos desba-

ratados, y no faltaban estu-

diantes universitarios que

recalaban allí después de una

jarana con bailongo o de

unas prosaicas horas de es-

tudio antes de algún temido

examen.

Cuando entraba Porras,

algún estudiante solitario y

callado, o un bullicioso gru-

po, lo reconocían, se acerca-

ban a saludarlo y, acogidos

con sonrisa benevolente, se

quedaban un rato junto al

maestro, a gozar de su parla

maravillosa.

Porras era así: en el aula

de clase, en el patio de Le-

tras, en su casa o en un café

era el maestro cordial, dis-

puesto siempre a conversar

con los estudiantes. Muchos

miembros de la que después

se llamaría generación del

cincuenta, solían ir a su casa;

otros le hablaban en los re-

cintos universitarios; otros, en

fin –y no eran lo menos–, le

hacían tertulia en “El Triun-

fo”. Todos, fueran alumnos

de un curso suyo o no, le apre-

ciaban hondamente.

Un día, no sé a quién se

le ocurrió homenajear a Po-

rras. No se trataba de ningu-

na efemérides memorable, de

cumpleaños, fin de año aca-

démico, aparición de libro o

próximo viaje. No. Todos

sentían la necesidad de ren-

dir un homenaje al maestro

Porras, sin acontecimiento

motivador alguno. Rendirle

homenaje por sus incompa-

rables lecciones de historia;

por su conversación, más in-

comparable aún; por sus no-

ches sin par en “El Triunfo”

y porque todos sentíamos

que Porras era nuestro, que

era la inmarchitable juventud

del espíritu. Como la mayor

parte de nosotros era gente

sin mayores recursos, toda-

vía sin oficio ni beneficio, se

escogió un restorán barato.

Creo que ni siquiera era un

restorán, sino algo así como

una pensión de mesa, regen-

tada por un matrimonio ca-

talán y situada en una caso-

na del centro de Lima, cer-

cana al parque Universitario.

Era una de esas casonas, ya

entonces venidas a menos, de

amplios salones e inmenso

comedor.

El banquete a Porras,

banquete porque sí, sin más

motivo que la honda simpa-

tía que por él sentíamos, fue

uno de los actos colectivos

más importantes de la gene-

ración del cincuenta. La fe-

cha en que ocurrió, no la re-

cuerdo exactamente. Pudo

ser en 1953, en 1954 ó en

1955. Concurrieron, entre

otros que he olvidado, Car-

los Araníbar, Francisco

Bendezú, Hugo Bravo, Tulio

Carrasco, Nícida Coronado,

Alberto Escobar, Oscar

Franco, Julio y Pablo Mace-

ra, Luis Alberto Peláez, Es-

peranza Ruíz, Manuel

Velásquez, Carlos Velásquez

y sólo dos personas no per-

tenecientes a la generación:

Jorge Puccinelli y Francisco

Vega Seminario. El plato

fuerte del banquete era una

estupenda paella que, a la

verdad, no resultó tan estu-

penda como nos la habían

prometido. Pero no impor-

tó. El plato fuerte era, en rea-

lidad, la simpatía de Porras,

esa simpatía de la que nos ali-

mentábamos suculenta-

mente y a la que rendíamos

homenaje con un modesto

banquete.

Para aproximarse a Raúl

Porras no he querido recu-

rrir, en lo posible, ni a su

obra ni a su biografía oficial.

Una y otra nos revelan aspec-

tos importantes de su perso-

nalidad, pero dejan escapar

algo, acaso, más precioso.

Raúl Porras murió relativa-

mente joven. Sin embargo,

diez años o veinte años más

de vida, seguramente, tam-

poco le hubieran bastado.

Como el Fausto legendario

o como el Leonardo históri-

co, Raúl Porras poseyó un

espíritu ardiente al cual una

sola vida humana no le po-

día ser suficiente para alcan-

zar su plenitud.

“He querido que mi último acto en esta vieja casa de Torre Tagle a la

que he entregado mi vida sea el de incorporarlos a ustedes, jóvenes herederos de

nuestra tradición, al Servicio Diplomático de la República, porque en los

jóvenes se encuentra la renovación democrática del Perú. Quiero que sepan

que más allá de las prebendas, de los favores y de las ventajas personales,

está la dignidad de los hombres y por encima la dignidad de la Nación”.

1919.