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LIBROS & ARTES

Página 5

debió resultar afectada. Lo

cierto es que Raúl Porras

nunca gozó de una vida opu-

lenta, ni mucho menos. Sólo

se permitió un lujo: el de los

libros. Desde sus años de es-

tudiante se dedicó a formar

una biblioteca que llegó a ser

riquísima y que –gesto ejem-

plar– donó, en su testamen-

to, a la Biblioteca Nacional.

En parte por su situación

familiar, y, sobre todo, por su

doble vocación de maestro y

de historiador, Raúl Porras se

empeñó en diversos trabajos

desde su temprana juventud.

Fue profesor en el Colegio

Guadalupe y en el Colegio

San Andrés, recién fundado

por un escocés unamuniano

y heterodoxo, John MacKay.

También dirigió el Archivo

de Límites del Ministerio de

Relaciones Exteriores. Lue-

go, ocupó cátedra universita-

ria. Durante el rectorado del

maestro Encinas al iniciarse

una verdadera, democrática

y profunda Reforma Univer-

sitaria, fundó y dirigió el Co-

legio Universitario. San Mar-

cos se enrumbaba por los

caminos de la renovación

docente, la ciencia moderna,

la investigación peruanista y

la alta calidad académica. Por

desgracia, el rector Encinas

fue depuesto por el gobier-

no dictatorial de Sánchez Ce-

rro, apenas a los dos años de

su elección, y San Marcos

sufrió un largo receso. Porras

viajó a Europa para dedicar-

se a la investigación históri-

ca en los archivos españoles

y, eventualmente, desempe-

ñar tareas diplomáticas.

En 1945, durante una

nueva primavera democráti-

ca, Porras se reintegró a la cá-

tedra universitaria en San

Marcos. No es mi propósito

diseñar la biografía de Raúl

Porras, ni tengo espacio para

hacerlo. Me basta señalar un

gesto emblemático y culmi-

nante: cuando se sentía aco-

sado ya por la muerte inmi-

nente, contra el consejo de

los médicos y el parecer de

su propio gobierno, al que re-

presentaba como ministro de

Relaciones Exteriores, libró

en Costa Rica una épica ba-

talla en defensa de la Revo-

lución Cubana, en defensa

del principio de la libre de-

terminación de los pueblos.

Su discurso en Costa Rica es

la más bella página del pen-

samiento liberal peruano.

Si no aspiro a trazar una

biografía de Porras, no pre-

tendo tampoco asomarme al

vasto océano de su obra, de

sus conocimientos históricos.

Algo más vago, etéreo y fu-

gitivo me seduce en su figu-

ra: quisiera solamente apri-

sionar algo sí como el aroma

de su mortal sabiduría huma-

na, ese aroma llamado a des-

vanecerse junto con la me-

moria, también mortal, de

quienes lo conocieron.

Algo de ese aroma, ema-

nado de una honda sensibili-

dad humana, se conserva,

ciertamente, en la obra escri-

ta de Raúl Porras. Historia-

dor de vocación y de raza,

Porras es incomparable en el

manejo de las fuentes, en el

hallazgo de documentos ig-

norados, en la lectura

novedosa y sagaz de textos

conocidos, en la iluminación

precisa del dato revelador.

Pero además, era un artista.

Psicólogo sutil, estilista refi-

nado, poseía el don poético

de la evocación que nos per-

mite, a sus lectores, revivir

una época, contemplar un

ambiente, comprender a un

personaje histórico. Su pro-

sa cálida, sensual, graciosa

destaca no solamente en el

ámbito de la historia sino,

también, en el de la literatura

peruana.

Hay un ejemplo que re-

trata singularmente la calidad

poética del estilo de Porras.

Ideal de muchos poetas –si

no el de todos– es el de po-

der escuchar los propios ver-

sos cantados por el pueblo.

Hace muchos años, al pro-

mediar la década del cincuen-

ta, Raúl Porras pronunció, en

el Instituto de Arte Contem-

poráneo, una jugosa y magis-

tral conferencia acerca de la

Lima histórica, conferencia

que después apareció como

prólogo en la segunda edi-

ción de su

Pequeña antología de

Lima

. Pues bien, esta confe-

rencia inspiró y, más aún,

prestó frases y versos ente-

ros al vals de Chabuca Gran-

da

La flor de la canela

. Raúl Po-

rras pudo experimentar así

un placer que, seguramente,

ningún orador ha conocido:

el de escuchar un discurso

suyo en la voz de los cantan-

tes populares, cantado por el

pueblo mismo.

Sin embargo, y a pesar de

este ejemplo, ni la profundi-

dad de su ciencia histórica, ni

la esbelta elegancia de su es-

tilo nos permiten conocer al

Porras esencial. Un discípu-

lo suyo, Jorge Puccinelli, gus-

ta repetir un aforismo de

Goethe: “La palabra es bue-

na, pero no es lo mejor”. Las

páginas que Porras nos ha

dejado son magníficas, be-

llas y profundas. Su palabra

era buena, extraordinaria-

mente buena, pero había

algo mejor: él mismo.

III

Fundament a lment e,

Raúl Porras fue un maestro.

Quienes vuelven a su casa –

año tras año, en el aniversa-

rio de su muerte– dan un tes-

timonio vivo de su calidad de

maestro. Desde el pupitre del

profesor de colegio o la cá-

tedra universitaria, en los pa-

tios universitarios o el salón

de su casa, Raúl Porras fue

siempre un maestro. Un

maestro no solamente pron-

to a dar lecciones hondas y

amenas a sus discípulos sino,

también, dispuesto a escu-

charlos, a satisfacer sus in-

quietudes, a orientarles en la

vida, a estimular sus talentos

naturales, a comprender sus

legítimas rebeldías juveniles.

No se limitó a su campo

de trabajo, a la exclusiva for-

mación de historiadores há-

biles. Porras supo alentar y

enrumbar a quienes serían

después poetas, narradores,

periodistas, filósofos o diplo-

máticos. Alumnos suyos fue-

ron, ciertamente, Félix Al-

varez, Carlos Araníbar, Pablo

Macera, cuya vocación, capa-

cidad y genio para los traba-

jos históricos son indudables.

Pero lo fueron también Emi-

lioWestphalen, Carlos Cueto,

Mario Alzamora, Julio Ra-

món Ribeyro, Carlos Za-

valeta, Víctor Lí Carrillo, Car-

los García Bedoya, Jorge

Puccinelli, Félix Nakamura,

Mario Vargas Llosa, Hugo

Neira, Francisco Bendezú,

Manuel Velásquez. Cito so-

lamente algunos nombres al

azar y según me llegan a la

memoria, principalmente de

gentes de mi generación, cla-

ra muestra todos ellos, y mu-

chos más, de la amplitud del

espíritu docente de Raúl Po-

rras.

Un alumno suyo me re-

cordaba, no hace mucho,

que, al corregir exámenes, el

maestro Porras no se limita-

ba a poner un calificativo más

o menos justo o generoso;

solía anotar también en los

márgenes de las pruebas las

aptitudes que descubría en

los examinados y, así, los

aconsejaba, en brevísimas

inscripciones, a que, según

cada caso, se dedicaran al es-

tudio de la filosofía, el culti-

vo de la literatura o el ejerci-

cio del derecho.

En cierta ocasión, el pro-

pio Porras me contó cómo,

siendo jurado de un concur-

so de admisión, hizo ingre-

sar a un estudiante malamen-

te revolcado por otro jurado.

Se trataba de un muchacho

en quien Porras, a través de

las preguntas del examen

oral, que entonces se estila-

ba, descubrió una cierta ha-

bilidad para el cultivo de la

historia. Por desgracia, el

alumno no tenía la misma

habilidad para las cuentas y

mediciones. A la hora de po-

ner los calificativos, el profe-

sor de matemática estampó

un rotundo cero; inmediata-

mente después, Porras escri-

bió un largo veintiuno. El

matemático tronó indignado:

“Hace muchos años, al promediar la década del cincuenta, Raúl Porras

pronunció, en el Instituto de Arte Contemporáneo, una jugosa y magistral

conferencia acerca de la Lima histórica, conferencia que después apareció como

prólogo en la segunda edición de su Pequeña antología de Lima. Pues bien, esta

conferencia inspiró y, más aún, prestó frases y versos enteros al vals de Chabuca

Granda

La flor de la canela

”.

Fundador del Conversatorio Universitario. 1919.