LIBROS & ARTES
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debió resultar afectada. Lo
cierto es que Raúl Porras
nunca gozó de una vida opu-
lenta, ni mucho menos. Sólo
se permitió un lujo: el de los
libros. Desde sus años de es-
tudiante se dedicó a formar
una biblioteca que llegó a ser
riquísima y que –gesto ejem-
plar– donó, en su testamen-
to, a la Biblioteca Nacional.
En parte por su situación
familiar, y, sobre todo, por su
doble vocación de maestro y
de historiador, Raúl Porras se
empeñó en diversos trabajos
desde su temprana juventud.
Fue profesor en el Colegio
Guadalupe y en el Colegio
San Andrés, recién fundado
por un escocés unamuniano
y heterodoxo, John MacKay.
También dirigió el Archivo
de Límites del Ministerio de
Relaciones Exteriores. Lue-
go, ocupó cátedra universita-
ria. Durante el rectorado del
maestro Encinas al iniciarse
una verdadera, democrática
y profunda Reforma Univer-
sitaria, fundó y dirigió el Co-
legio Universitario. San Mar-
cos se enrumbaba por los
caminos de la renovación
docente, la ciencia moderna,
la investigación peruanista y
la alta calidad académica. Por
desgracia, el rector Encinas
fue depuesto por el gobier-
no dictatorial de Sánchez Ce-
rro, apenas a los dos años de
su elección, y San Marcos
sufrió un largo receso. Porras
viajó a Europa para dedicar-
se a la investigación históri-
ca en los archivos españoles
y, eventualmente, desempe-
ñar tareas diplomáticas.
En 1945, durante una
nueva primavera democráti-
ca, Porras se reintegró a la cá-
tedra universitaria en San
Marcos. No es mi propósito
diseñar la biografía de Raúl
Porras, ni tengo espacio para
hacerlo. Me basta señalar un
gesto emblemático y culmi-
nante: cuando se sentía aco-
sado ya por la muerte inmi-
nente, contra el consejo de
los médicos y el parecer de
su propio gobierno, al que re-
presentaba como ministro de
Relaciones Exteriores, libró
en Costa Rica una épica ba-
talla en defensa de la Revo-
lución Cubana, en defensa
del principio de la libre de-
terminación de los pueblos.
Su discurso en Costa Rica es
la más bella página del pen-
samiento liberal peruano.
Si no aspiro a trazar una
biografía de Porras, no pre-
tendo tampoco asomarme al
vasto océano de su obra, de
sus conocimientos históricos.
Algo más vago, etéreo y fu-
gitivo me seduce en su figu-
ra: quisiera solamente apri-
sionar algo sí como el aroma
de su mortal sabiduría huma-
na, ese aroma llamado a des-
vanecerse junto con la me-
moria, también mortal, de
quienes lo conocieron.
Algo de ese aroma, ema-
nado de una honda sensibili-
dad humana, se conserva,
ciertamente, en la obra escri-
ta de Raúl Porras. Historia-
dor de vocación y de raza,
Porras es incomparable en el
manejo de las fuentes, en el
hallazgo de documentos ig-
norados, en la lectura
novedosa y sagaz de textos
conocidos, en la iluminación
precisa del dato revelador.
Pero además, era un artista.
Psicólogo sutil, estilista refi-
nado, poseía el don poético
de la evocación que nos per-
mite, a sus lectores, revivir
una época, contemplar un
ambiente, comprender a un
personaje histórico. Su pro-
sa cálida, sensual, graciosa
destaca no solamente en el
ámbito de la historia sino,
también, en el de la literatura
peruana.
Hay un ejemplo que re-
trata singularmente la calidad
poética del estilo de Porras.
Ideal de muchos poetas –si
no el de todos– es el de po-
der escuchar los propios ver-
sos cantados por el pueblo.
Hace muchos años, al pro-
mediar la década del cincuen-
ta, Raúl Porras pronunció, en
el Instituto de Arte Contem-
poráneo, una jugosa y magis-
tral conferencia acerca de la
Lima histórica, conferencia
que después apareció como
prólogo en la segunda edi-
ción de su
Pequeña antología de
Lima
. Pues bien, esta confe-
rencia inspiró y, más aún,
prestó frases y versos ente-
ros al vals de Chabuca Gran-
da
La flor de la canela
. Raúl Po-
rras pudo experimentar así
un placer que, seguramente,
ningún orador ha conocido:
el de escuchar un discurso
suyo en la voz de los cantan-
tes populares, cantado por el
pueblo mismo.
Sin embargo, y a pesar de
este ejemplo, ni la profundi-
dad de su ciencia histórica, ni
la esbelta elegancia de su es-
tilo nos permiten conocer al
Porras esencial. Un discípu-
lo suyo, Jorge Puccinelli, gus-
ta repetir un aforismo de
Goethe: “La palabra es bue-
na, pero no es lo mejor”. Las
páginas que Porras nos ha
dejado son magníficas, be-
llas y profundas. Su palabra
era buena, extraordinaria-
mente buena, pero había
algo mejor: él mismo.
III
Fundament a lment e,
Raúl Porras fue un maestro.
Quienes vuelven a su casa –
año tras año, en el aniversa-
rio de su muerte– dan un tes-
timonio vivo de su calidad de
maestro. Desde el pupitre del
profesor de colegio o la cá-
tedra universitaria, en los pa-
tios universitarios o el salón
de su casa, Raúl Porras fue
siempre un maestro. Un
maestro no solamente pron-
to a dar lecciones hondas y
amenas a sus discípulos sino,
también, dispuesto a escu-
charlos, a satisfacer sus in-
quietudes, a orientarles en la
vida, a estimular sus talentos
naturales, a comprender sus
legítimas rebeldías juveniles.
No se limitó a su campo
de trabajo, a la exclusiva for-
mación de historiadores há-
biles. Porras supo alentar y
enrumbar a quienes serían
después poetas, narradores,
periodistas, filósofos o diplo-
máticos. Alumnos suyos fue-
ron, ciertamente, Félix Al-
varez, Carlos Araníbar, Pablo
Macera, cuya vocación, capa-
cidad y genio para los traba-
jos históricos son indudables.
Pero lo fueron también Emi-
lioWestphalen, Carlos Cueto,
Mario Alzamora, Julio Ra-
món Ribeyro, Carlos Za-
valeta, Víctor Lí Carrillo, Car-
los García Bedoya, Jorge
Puccinelli, Félix Nakamura,
Mario Vargas Llosa, Hugo
Neira, Francisco Bendezú,
Manuel Velásquez. Cito so-
lamente algunos nombres al
azar y según me llegan a la
memoria, principalmente de
gentes de mi generación, cla-
ra muestra todos ellos, y mu-
chos más, de la amplitud del
espíritu docente de Raúl Po-
rras.
Un alumno suyo me re-
cordaba, no hace mucho,
que, al corregir exámenes, el
maestro Porras no se limita-
ba a poner un calificativo más
o menos justo o generoso;
solía anotar también en los
márgenes de las pruebas las
aptitudes que descubría en
los examinados y, así, los
aconsejaba, en brevísimas
inscripciones, a que, según
cada caso, se dedicaran al es-
tudio de la filosofía, el culti-
vo de la literatura o el ejerci-
cio del derecho.
En cierta ocasión, el pro-
pio Porras me contó cómo,
siendo jurado de un concur-
so de admisión, hizo ingre-
sar a un estudiante malamen-
te revolcado por otro jurado.
Se trataba de un muchacho
en quien Porras, a través de
las preguntas del examen
oral, que entonces se estila-
ba, descubrió una cierta ha-
bilidad para el cultivo de la
historia. Por desgracia, el
alumno no tenía la misma
habilidad para las cuentas y
mediciones. A la hora de po-
ner los calificativos, el profe-
sor de matemática estampó
un rotundo cero; inmediata-
mente después, Porras escri-
bió un largo veintiuno. El
matemático tronó indignado:
“Hace muchos años, al promediar la década del cincuenta, Raúl Porras
pronunció, en el Instituto de Arte Contemporáneo, una jugosa y magistral
conferencia acerca de la Lima histórica, conferencia que después apareció como
prólogo en la segunda edición de su Pequeña antología de Lima. Pues bien, esta
conferencia inspiró y, más aún, prestó frases y versos enteros al vals de Chabuca
Granda
La flor de la canela
”.
Fundador del Conversatorio Universitario. 1919.