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LIBROS & ARTES

Página 31

as dos teleologías, sin

embargo, no coinci-

den íntegramente; la del

griego corresponde a la épo-

ca de la palabra oral, y la del

francés, a una época de la

palabra escrita. En una se

habla de contar y en otra de

libros. Un libro, cualquier

libro, es para nosotros un

objeto sagrado; ya Cervan-

tes, que tal vez no escucha-

ba todo lo que decía la gen-

te, leía hasta “los papeles

rotos de las calles”. El fue-

go, en una de las comedias

de Bernard Shaw, amenaza

la biblioteca de Alejandría;

alguien exclama que arderá

lamemoria de la humanidad,

y César le dice:

Déjala ar-

der. Es una memoria de

infamias

. El César históri-

co, en mi opinión, aprobaría

o condenaría el dictamen

que el autor le atribuye, pero

no lo juzgaría, como noso-

tros, una broma sacrílega.

La razón es clara; para los

antiguos la palabra escrita

no era otra cosa que un su-

cedáneo de la palabra oral.

Es fama que Pitágoras

no escribió; Gomperz

(Griechische Denker, I, 3)

defiende que obró así por

tener más fe en la virtud de

la instrucción hablada. De

mayor fuerza que la mera

abstención de Pitagóras es

el testimonio inequívoco de

Platón. Este, en el

Timeo

,

afirmó: “Es dura tarea des-

cubrir al hacedor y padre de

este universo, y, una vez

descubierto, es imposible

declararlo a todos los hom-

bres”, y en el

Fedro

narró

una fábula egipcia contra la

escritura (cuyo hábito hace

que la gente descuide el

ejercicio de la memoria y

dependa de símbolos), y

dijo que los libros son como

las figuras pintadas, “que

parecen vivas, pero no con-

testan una palabra a las pre-

guntas que les hacen”. Para

atenuar o eliminar este in-

conveniente imaginó el diá-

logo filosófico. El maestro

elige al discípulo, pero el

libro no elige a sus lectores,

que pueden ser malvados o

estúpidos; este recelo plató-

nico perdura en las palabras

de Clemente de Alejandría,

hombre de cultura pagana:

“Lo más prudente es no es-

cribir sino aprender y ense-

ñar de viva voz, porque lo

escrito queda” (

Stro-

1.

Los comentadores advierten

que, en aquel tiempo era costumbre

leer en voz alta, para penetrar mejor

el sentido, porque no había signos de

puntuación, ni siquiera división de

palabras, y leer en común, para mo-

derar o salvar los inconvenientes de

la escasez de códices. El diálogo de

Luciano de Samosata,

Contra un ig-

norante comprador de libros

, encierra

un testimonio de esa costumbre en el

siglo II.

maleis

), y en éstas del mis-

mo tratado: “Escribir en un

libro todas las cosas es de-

jar una espada en manos de

un niño”; que derivan tam-

bién de las evangélicas: “No

deis lo santo a los perros ni

echéis vuestras perlas de-

lante de los puercos, porque

no las huellen con los pies,

y vuelvan y os despeda-

cen.” Esta sentencia es de

Jesús, el mayor de los maes-

tros orales, que una sola vez

escribió unas palabras en la

tierra y no las leyó ningún

hombre (Juan, 8:6).

Clemente Alejandrino

escribió su recelo de la es-

critura a fines del siglo II; a

fines del siglo IV se inició

el proceso mental que, a la

vuelta de muchas genera-

ciones, culminaría en el pre-

dominio de la palabra escri-

ta sobre la hablada, de la

pluma sobre la voz. Un ad-

mirable azar ha querido que

un escritor fijara el instante

(apenas exagero al llamar-

lo instante) en que tuvo

principio el vasto proceso.

Cuenta San Agustín, en el

libro seis de las

Confesio-

nes

; “CuandoAmbrosio leía,

pasaba la vista sobre las

páginas penetrando su alma,

en el sentido, sin proferir

una palabra ni mover la len-

gua. Muchas veces –pues

a nadie se le prohibía entrar,

ni había costumbre de avi-

sarle quién venía–, lo vimos

leer calladamente y nunca

de otro modo, y al cabo de

un tiempo nos íbamos, con-

jeturando que aquel breve

intervalo que se le concedía

para reparar su espíritu, li-

bre del tumulto de los nego-

cios ajenos, no quería que se

lo ocupasen en otra cosa, tal

vez receloso de que un

oyente, atento a las dificul-

tades del texto, le pidiera la

explicación de un pasaje

oscuro o quisiera discutirlo

con él, con lo que no pudie-

ra leer tantos volúmenes

como deseaba. Yo entiendo

que leía de ese modo por

conservar la voz, que se le

tomaba con facilidad. En

todo caso, cualquiera que

fuese el propósito de tal

hombre, ciertamente era

bueno.” SanAgustín fue dis-

cípulo de San Ambrosio,

obispo de Milán, hacia el

año 384; trece años después,

en Numidia, redactó sus

Confesiones

y aún lo in-

quietaba aquel singular es-

pectáculo: un hombre en

una habitación, con un libro,

leyendo sin articular las pa-

labras

1

.

Aquel hombre pasaba

directamente del signo de

escritura a la intuición, omi-

tiendo el signo sonoro; el

extraño arte que iniciaba, el

arte de leer en voz baja, con-

duciría a consecuencias ma-

ravillosas. Conduciría,

cumplidos muchos años, al

concepto del libro como fin,

no como instrumento de un

fin. (Este concepto místico,

trasladado a la literatura

profana, daría los singula-

res destinos de Flaubert y de

Mallarmé, de Henry James

y de James Joyce). A la no-

ción de un Dios que habla

con los hombres para orde-

narles algo o prohibirles

algo, se superpone la del

Libro Absoluto, la de una

Escritura Sagrada. Para los

musulmanes, el “Alcorán”

(también llamado El Libro,

Al Kitab

), no es una mera

obra de Dios, como las al-

mas de los hombres o el

universo; es uno de los atri-

butos de Dios como Su eter-

nidad o Su ira. En el capítu-

lo XIII, leemos que el texto

original,

La Madre del Li-

bro

, está depositado en el

Cielo. Muhammad-al-

Ghazali, el Algazel de los

escolásticos, declaró: “el

Alcorán

se copia en un li-

bro, se pronuncia con la len-

gua, se recuerda en el cora-

zón y, sin embargo sigue

perdurando en el centro de

Dios y no lo altera su pasa-

je por las hojas escritas y

por los entendimientos hu-

manos”. George Sale ob-

serva que ese increado Al-

corán no es otra cosa que

su idea o arquetipo platóni-

co; es verosímil que Algazel

recurriera a los arquetipos,

comunicados al Islam por la

Enciclopedia de los Herma-

nos de la Pureza y por

Avicena, para justificar la

noción de la Madre del Li-

bro.

Aún más extravagantes

que los musulmanes fueron

los judíos. En el primer ca-

DEL CULTO

DE LOS LIBROS

*

Jorge Luis Borges

Un objeto sagrado

L

En el octavo libro de la

Odisea

se lee que los dioses tejen desdichas

para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar;

la declaración de Mallarmé;

El mundo existe para llegar a un libro

,

parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de

una justificación estética de los males.