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char directamente sobre Arequipa, solo observaremos que nada

es mas fácil que oponer a los hechos consumados, o mas bien a

los planes fracasados, otros que, por el hecho de no haber sido

puestos a la prueba de ejecucion, se quedan con la probabilidad

del acierto. Puede ser que hubiese convenido mas, atentos los

caprichos de la fortuna, desembarcar en Arica

i

apoderarse de

Tacna, como pensaba el jeneral Castilla, u ocupar sin dilacion,

como pensaban otros, la provincia de Chuquibamba i demas

valles del departamento de Arequipa, etc., etc.; pero lo cierto es

que, en malográndose cualquiera de estas operaciones, se ha–

bria dicho que el jeneral Blanco habia diseminado i mal em–

pleado su reducido ejército en lugares de importancia secunda–

ria, en vez de ocupar con sus fuerzas íntegras la segunda ciudad

del Perú, Arequipa, que con su fértil campiña adyacente i su

poblacion activa

i

laboriosa, habria proporci0nado al ejército

restaurador todo jénero de auxilios, poniéndolo en situacion de

buscar al enemigo en dondequiera.

Preciso es reconocer, sin embargo, que el jeneral Blanco pecó

en mas de una ocasion, por demasiado crédulo e iluso, a veces

por demasiado jeneroso. ¿Qué, sino la ilusion de encontrarlo todo

en Arequipa, pudo hacer que, despues del naufrajio de la

Cár–

nzen,

suceso que, como el mismo Blanco ·confiesa, desbarató su

primer plan de campaña, omitiera pedir inmediatamente a Chile

el repuesto de caballerías

i

acémilas, de vestidos de abrigo, de

provisiones de boca i <lemas elementos que el ejército habia

menester, i postergara hasta el

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de octubre el encargo de una

partida de caballos? ¿Qué, sino un sentimiento exajerado de hu–

manidad i de jenerosidad pudo hacerle esquivar las medidas de

coercion para proveerse de los recursos que la rapidez de las

operaciones de la campaña requeria? Cosa es de admirar, por

otra parte, cómo el jeneral Blanco, a pesar de las mil circuns–

tancias que él conocía i lo tenian de tiempo atras prevenido

contra el carácter i política artificiosa del Protector, acabó por

creerlo animado de buena fe, de las mas sanas intenciones i has–

ta de una heroica magnanimidad. Todo induce a pensar que

Blanco no sospechó siquiera el propósito que bajo estas apa–

riencias ocultaba el jeneral Santa Cruz, que, viendo amenazada

de muerte su débil

i

embrionaria obra política, quería evitar a