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LIBROS & ARTES
o recuerdo donde lo
leí, si es que lo leí;
quizá lo escuché. Era así: la
muerte es ese rostro desvaí-
do y pálido que nadie reco-
noce, y que aparece en una
vieja foto familiar al lado de
rostros sí reconocibles, re-
cordados, propios. Esa muer-
te fue mutando, a lo largo
de los años, y empezó a ser
también ese rostro que sí
viste, no en una foto sino
en una instancia concreta,
pero que no puedes recordar
al minuto de haberse disipa-
do la presencia real. La
muerte empezó, entonces, a
ser una no-vida. El olvido
antes de ser olvido.
Eso es lo que nunca le
sucedió a Antonio, lo que
nunca le sucederá. Su pre-
sencia era tan presencia, tan
estar ahí, que jamás dejaría
de ser para nadie, que jamás
sería para nadie, olvido.
Entonces es difícil escribir
de él como si no estuviera,
¿verdad?, ya saben de qué
hablo, caballos rojos, ami-
gos del alma. Si en lo que a
mí respecta, fue Toño
quien nos unió a todos, allá
en esa especie de altillito
sobre
El Diario de Marka
,
con su balcón que era tam-
bién oficina.
Fue así. Vino Félix Ál-
varez a mi casa, Félix, que
no sabía que estaba a punto
de convertirse a todos los
efectos en el Monstruo de
Logroño, a informarme que
Antonio Cisneros estaba
reuniendo un equipo para
sacar el suplemento cultural
de
El Diario de Marka
, que
me invitaba a sumarme para
escribir de cine. Fui con cier-
to bochorno, porque unos
años antes había dicho una
bobera que me valió la úni-
ca mirada hostil y descon-
fiada que recibí de Toño en
mi vida. Casi recién llegada
a Lima, tomaba café en el
Haití y se acercó un amigo
argentino con él y me lo pre-
sentó. Yo –ay de mí-, no sé
si zampada con el café deli-
cioso, recordé que una ami-
ga uruguaya y vecina de piso
en Diego Ferré me había di-
cho más de una vez: «Anto-
nio Cisneros, el más hermo-
so de los poetas», y con un
cafeínico automatismo
cuando el argentino dijo
«Antonio Cisneros», yo
completé: «el más hermoso
de los poetas». (Ante el des-
caro, vino esa mirada. Y
hubiera sido imperdonable
aclarar el asunto.)
Desde aquella primera
reunión todos nos fuimos
haciendo amigos, creando
aquella zoología fantástica
de caballos, ratas, lagartos,
elefantes. Con la excepción
de la maravillosa «Ventana
siniestra» del gran Raymond
Chandler, todas las colum-
nas de
El Caballo Rojo
tenían
nombre de bicho. No sien-
do Toño particularmente
amigo del reino animal, en
verdad es un misterio por
qué se decantó, y nosotros
con él, por ahí. Cuando es-
tuvo unos días viviendo en
mi casa en Montevideo, en
1993, no pude convencerlo
de que Numa, mi espléndi-
da gata blanca, no era una
amenaza terrible a su salud
y su bienestar. Cabeza dura,
Toño. Creo que el único
animal por el que mostró un
–leve– gesto de simpatía fue
la perra labradora de Chari-
to y Etalo Núñez. Merecido
pero parcial. Y creo también
que el único reparo que te-
nía respecto a sus amadísi-
mos Lorenzo Osores y Ma-
riela Castillo era su convi-
vencia con dos bellos gatos,
padre e hijo.
¿Qué química misteriosa
se puso a funcionar en aquel
cuartito reducido, prolonga-
do obligatoriamente, eso sí,
en las mesas del Baruch?
Quién sabe. Lucho Valera
hablaba de revisionismos y
socialismos traicionados,
Lorenzo hablaba de la belle-
za de las mujeres en general
y en particular –y en parti-
cular deMariela–, Paco Ben-
dezú nos ilustró sobre toda
la estirpe de divas que en el
mundo han sido, Marco
Martos se equivocaba de
mesa o de silla en la mejor
versión limeña de Woody
Allen, Tito Hurtado, que
trabajaba también en el dia-
rio pero subía sus columnas
a
El Caballo Rojo
, nos apa-
bullaba con su inagotable
dosis de vitriolo o su domi-
nio de Borges –según la oca-
sión–, compitiendo en am-
bos terrenos, es verdad, con
lo que podía aportar soca-
rronamente Mito Tumi, y
Charito nos ordenaba a to-
dos cuando por reírnos nos
atrasábamos con las entre-
gas. «No parece, pero es pru-
siana», decía Toño. Ya se es-
taba gestando, claro que con
infinitamente menos fuerza
que ahora, eso llamado co-
rrección política que impi-
de bromear con ciertos te-
mas o burlarse de casi cual-
quier cosa, además de poner-
le apostillas sociológicas a
palabras que antes eran sim-
ples descripciones. Pero la
corrección política no pudo
atravesar jamás la puerta
siempre abierta y a la vez
inexpugnable de
El Caballo
Rojo
. Ahí estaban sus caba-
lleros, con Toño a la cabe-
za, para impedirle el paso a
tan aburrida señora. Lo que
sin duda nos valió bastantes
broncas y despechos desde
los pisos de abajo, hasta una
eliminación del Suplemen-
to que las huestes caballu-
nas, las de dentro y las de
fuera, por suerte resistieron
con todo vigor.
Es que las cosas eran así:
Toño ponía sobre la mesa,
es decir, en la parte racional
del cerebro, en el recurso de
las palabras, todo aquello
irracional, incomprensible,
ridículo incluso, pero que
estaba ahí pegado como una
lapa a nuestro ADN –aun-
que todavía no se hablaba de
ADN– y que no todos, no
siempre, queríamos recono-
cer. Como esos líquidos que
vuelven patente la imagen
de la fotografía, hacía que
esas cosas fueran visibles.
No dramáticamente, trági-
camente, sino al revés, por
la vía del humor, de la bur-
la, de la autoburla sobre
todo. En ese ámbito la vida
se convertía en algo comple-
to, no estetizado a hachazos
que sacan lo que molesta o
avergüenza. Maravillosa-
mente ridículos, así éramos.
No creo haberme reído tan-
to, en ningún trabajo, como
me reí en
El Caballo Rojo
, en
30 Días
, en
El Buho
. Y los
buenos humores seguían en
la calle Roma, en la casa de
Punta Negra, donde nos
amontonábamos con los res-
pectivos hijos y parejas, y
donde Toño después de ju-
gar un rato con los niños y
correr por la playa, culmina-
ba: «Ya. Mucha salud. Vá-
monos al club a tomar unas
cervezas.» La casa de Toño
y la Negrita, como la de Lo-
renzo y Mariela, fue para una
desterrada como yo ese ho-
gar completo que no había
podido cargar conmigo. Ho-
gar no impuesto por la san-
gre o la tradición; afinida-
DESDE UN BALCÓN
DE LAAVENIDA SALAVERRY
Rosalba Oxandabarat
N
des electivas, diría el bueno
de Goethe.
Claro que había arduas
discusiones, cómo no. Algu-
nas de ellas, a propósito de
la religión. Toño, católico
reconvertido en Budapest.
Yo, católica desconvertida
desde la adolescencia, gana-
da por las brisas de un país
laico –y las furias de los años
60–. No recuerdo ni uno
solo de los argumentos tras-
cendentes al respecto, lo que
sí recuerdo fue una vez que,
mirando jugar a nuestras dos
Soledades –la suya y la mía–,
dijo algo así como: «es que
no puedo aceptar que toda
esa gracia, toda esa luz, sim-
plemente tenga el destino de
la nada.»
Touché
. Acepté
bautizar a Julián y Soledad,
y Toño sería el padrino de
ambos. Pero Soledad dene-
gó el honor: «Yo quiero que
Lorenzo y Mariela sean mis
padrinos», dijo. Toño que-
dó muy ofendido, pero al fin
y al cabo se trataba de Lo-
renzo y Mariela; el honor
quedaba a salvo.
Si recuerdo eso es por-
que ahora tampoco puedo
aceptar que toda esa luz,
toda esa gracia, simplemen-
te tenga el destino de la
nada. Claro, quedan su poe-
sía, sus crónicas, ese tejido
de palabras que lo trae en
cada línea, porque en ese
pudor pícaro que despliega
para que el horror o el amor
no abrumen sino sean adi-
vinados por el ojo atento,
Toño se sigue revelando.
Pero, ¿y él, su presencia, su
risa, su atención por las co-
sas grandes y pequeñas, esa
certeza de que la luz conti-
nuaba? ¿Es que hay algún
territorio dónde podamos
recuperarlas?
Ojalá hayas tenido
siempre razón con tu fe,
Toño. Haber perdido esas
discusiones, que la razón
hubiera estado siempre de
tu lado sería, hoy, el único
consuelo.