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Página 34

LIBROS & ARTES

o recuerdo donde lo

leí, si es que lo leí;

quizá lo escuché. Era así: la

muerte es ese rostro desvaí-

do y pálido que nadie reco-

noce, y que aparece en una

vieja foto familiar al lado de

rostros sí reconocibles, re-

cordados, propios. Esa muer-

te fue mutando, a lo largo

de los años, y empezó a ser

también ese rostro que sí

viste, no en una foto sino

en una instancia concreta,

pero que no puedes recordar

al minuto de haberse disipa-

do la presencia real. La

muerte empezó, entonces, a

ser una no-vida. El olvido

antes de ser olvido.

Eso es lo que nunca le

sucedió a Antonio, lo que

nunca le sucederá. Su pre-

sencia era tan presencia, tan

estar ahí, que jamás dejaría

de ser para nadie, que jamás

sería para nadie, olvido.

Entonces es difícil escribir

de él como si no estuviera,

¿verdad?, ya saben de qué

hablo, caballos rojos, ami-

gos del alma. Si en lo que a

mí respecta, fue Toño

quien nos unió a todos, allá

en esa especie de altillito

sobre

El Diario de Marka

,

con su balcón que era tam-

bién oficina.

Fue así. Vino Félix Ál-

varez a mi casa, Félix, que

no sabía que estaba a punto

de convertirse a todos los

efectos en el Monstruo de

Logroño, a informarme que

Antonio Cisneros estaba

reuniendo un equipo para

sacar el suplemento cultural

de

El Diario de Marka

, que

me invitaba a sumarme para

escribir de cine. Fui con cier-

to bochorno, porque unos

años antes había dicho una

bobera que me valió la úni-

ca mirada hostil y descon-

fiada que recibí de Toño en

mi vida. Casi recién llegada

a Lima, tomaba café en el

Haití y se acercó un amigo

argentino con él y me lo pre-

sentó. Yo –ay de mí-, no sé

si zampada con el café deli-

cioso, recordé que una ami-

ga uruguaya y vecina de piso

en Diego Ferré me había di-

cho más de una vez: «Anto-

nio Cisneros, el más hermo-

so de los poetas», y con un

cafeínico automatismo

cuando el argentino dijo

«Antonio Cisneros», yo

completé: «el más hermoso

de los poetas». (Ante el des-

caro, vino esa mirada. Y

hubiera sido imperdonable

aclarar el asunto.)

Desde aquella primera

reunión todos nos fuimos

haciendo amigos, creando

aquella zoología fantástica

de caballos, ratas, lagartos,

elefantes. Con la excepción

de la maravillosa «Ventana

siniestra» del gran Raymond

Chandler, todas las colum-

nas de

El Caballo Rojo

tenían

nombre de bicho. No sien-

do Toño particularmente

amigo del reino animal, en

verdad es un misterio por

qué se decantó, y nosotros

con él, por ahí. Cuando es-

tuvo unos días viviendo en

mi casa en Montevideo, en

1993, no pude convencerlo

de que Numa, mi espléndi-

da gata blanca, no era una

amenaza terrible a su salud

y su bienestar. Cabeza dura,

Toño. Creo que el único

animal por el que mostró un

–leve– gesto de simpatía fue

la perra labradora de Chari-

to y Etalo Núñez. Merecido

pero parcial. Y creo también

que el único reparo que te-

nía respecto a sus amadísi-

mos Lorenzo Osores y Ma-

riela Castillo era su convi-

vencia con dos bellos gatos,

padre e hijo.

¿Qué química misteriosa

se puso a funcionar en aquel

cuartito reducido, prolonga-

do obligatoriamente, eso sí,

en las mesas del Baruch?

Quién sabe. Lucho Valera

hablaba de revisionismos y

socialismos traicionados,

Lorenzo hablaba de la belle-

za de las mujeres en general

y en particular –y en parti-

cular deMariela–, Paco Ben-

dezú nos ilustró sobre toda

la estirpe de divas que en el

mundo han sido, Marco

Martos se equivocaba de

mesa o de silla en la mejor

versión limeña de Woody

Allen, Tito Hurtado, que

trabajaba también en el dia-

rio pero subía sus columnas

a

El Caballo Rojo

, nos apa-

bullaba con su inagotable

dosis de vitriolo o su domi-

nio de Borges –según la oca-

sión–, compitiendo en am-

bos terrenos, es verdad, con

lo que podía aportar soca-

rronamente Mito Tumi, y

Charito nos ordenaba a to-

dos cuando por reírnos nos

atrasábamos con las entre-

gas. «No parece, pero es pru-

siana», decía Toño. Ya se es-

taba gestando, claro que con

infinitamente menos fuerza

que ahora, eso llamado co-

rrección política que impi-

de bromear con ciertos te-

mas o burlarse de casi cual-

quier cosa, además de poner-

le apostillas sociológicas a

palabras que antes eran sim-

ples descripciones. Pero la

corrección política no pudo

atravesar jamás la puerta

siempre abierta y a la vez

inexpugnable de

El Caballo

Rojo

. Ahí estaban sus caba-

lleros, con Toño a la cabe-

za, para impedirle el paso a

tan aburrida señora. Lo que

sin duda nos valió bastantes

broncas y despechos desde

los pisos de abajo, hasta una

eliminación del Suplemen-

to que las huestes caballu-

nas, las de dentro y las de

fuera, por suerte resistieron

con todo vigor.

Es que las cosas eran así:

Toño ponía sobre la mesa,

es decir, en la parte racional

del cerebro, en el recurso de

las palabras, todo aquello

irracional, incomprensible,

ridículo incluso, pero que

estaba ahí pegado como una

lapa a nuestro ADN –aun-

que todavía no se hablaba de

ADN– y que no todos, no

siempre, queríamos recono-

cer. Como esos líquidos que

vuelven patente la imagen

de la fotografía, hacía que

esas cosas fueran visibles.

No dramáticamente, trági-

camente, sino al revés, por

la vía del humor, de la bur-

la, de la autoburla sobre

todo. En ese ámbito la vida

se convertía en algo comple-

to, no estetizado a hachazos

que sacan lo que molesta o

avergüenza. Maravillosa-

mente ridículos, así éramos.

No creo haberme reído tan-

to, en ningún trabajo, como

me reí en

El Caballo Rojo

, en

30 Días

, en

El Buho

. Y los

buenos humores seguían en

la calle Roma, en la casa de

Punta Negra, donde nos

amontonábamos con los res-

pectivos hijos y parejas, y

donde Toño después de ju-

gar un rato con los niños y

correr por la playa, culmina-

ba: «Ya. Mucha salud. Vá-

monos al club a tomar unas

cervezas.» La casa de Toño

y la Negrita, como la de Lo-

renzo y Mariela, fue para una

desterrada como yo ese ho-

gar completo que no había

podido cargar conmigo. Ho-

gar no impuesto por la san-

gre o la tradición; afinida-

DESDE UN BALCÓN

DE LAAVENIDA SALAVERRY

Rosalba Oxandabarat

N

des electivas, diría el bueno

de Goethe.

Claro que había arduas

discusiones, cómo no. Algu-

nas de ellas, a propósito de

la religión. Toño, católico

reconvertido en Budapest.

Yo, católica desconvertida

desde la adolescencia, gana-

da por las brisas de un país

laico –y las furias de los años

60–. No recuerdo ni uno

solo de los argumentos tras-

cendentes al respecto, lo que

sí recuerdo fue una vez que,

mirando jugar a nuestras dos

Soledades –la suya y la mía–,

dijo algo así como: «es que

no puedo aceptar que toda

esa gracia, toda esa luz, sim-

plemente tenga el destino de

la nada.»

Touché

. Acepté

bautizar a Julián y Soledad,

y Toño sería el padrino de

ambos. Pero Soledad dene-

gó el honor: «Yo quiero que

Lorenzo y Mariela sean mis

padrinos», dijo. Toño que-

dó muy ofendido, pero al fin

y al cabo se trataba de Lo-

renzo y Mariela; el honor

quedaba a salvo.

Si recuerdo eso es por-

que ahora tampoco puedo

aceptar que toda esa luz,

toda esa gracia, simplemen-

te tenga el destino de la

nada. Claro, quedan su poe-

sía, sus crónicas, ese tejido

de palabras que lo trae en

cada línea, porque en ese

pudor pícaro que despliega

para que el horror o el amor

no abrumen sino sean adi-

vinados por el ojo atento,

Toño se sigue revelando.

Pero, ¿y él, su presencia, su

risa, su atención por las co-

sas grandes y pequeñas, esa

certeza de que la luz conti-

nuaba? ¿Es que hay algún

territorio dónde podamos

recuperarlas?

Ojalá hayas tenido

siempre razón con tu fe,

Toño. Haber perdido esas

discusiones, que la razón

hubiera estado siempre de

tu lado sería, hoy, el único

consuelo.