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LIBROS & ARTES

Página 3

e parece oportuno

hacerlo en el Perú

de hoy, cuando los libros son

caros, las bibliotecas esca-

sean y los lectores disminu-

yen.

Iniciaré mis reflexiones

con unos versos. No hay,

acaso, mejor manera de ini-

ciarlas. Diez de Gámez, au-

tor de

Victorial

o

Crónica

de las hazañas del capitán

español Pedro Niño

, para

referirse a Alejandro el

Magno, copia unos versos

del

Libro de Aleixandre

y

dice que ha preferido trans-

cribir el poema a contar la

historia en prosa llana por-

que “los versos se vienen

más a la voluntad que la

prosa”. En lenguaje antiguo

es lo que Eliot expresa mo-

dernamente así: la función

de la poesía no es descubrir

verdades sino hacerlas más

evidentes. Los versos que

voy a citar pertenecen a un

famoso soneto de Quevedo:

Retirado en la paz de estos

desiertos

con pocos, pero doctos li-

bros juntos,

vivo en conversación con

los difuntos

y escucho con mis ojos a los

muertos.

Si no siempre entendidos,

siempre abiertos,

enmiendan o secundan mis

asuntos,

y en músicos callados con-

trapuntos

al sueño de la vida hablan

despiertos.

Las grandes almas que la

muerte ausenta,

de injurias de los años ven-

gadora,

libra, ¡oh gran don Joseph!,

docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la

hora,

pero aquella el mejor cál-

culo cuenta,

que en lección y en estudios

nos mejora.

Clara y concentrada-

mente, este soneto vuelve

evidentes varias caracterís-

ticas del libro: su intem-

poralidad, su espíritu ami-

gable, su valor pedagógico.

Conversación sin límites de

tiempo ni de espacio.Amis-

tad generosa que da lo que

tiene y, en cambio, nada

exige. Lección discreta,

pronta a repetirse o dispues-

ta a esperar, pacientemente,

la oportunidad de realizar-

se. Por virtud del libro, es-

cuchamos la voz viva de los

que hace tiempo murieron.

El libro es como esa fama

medieval de que habla Jor-

ge Manrique en las coplas

a la muerte de su padre:

No se os haga tan amarga

la batalla temerosa

que esperáis,

porque otra vida más larga

de fama tan gloriosa

acá dejáis.

Aunque esta vida de honor

tampoco no es eternal

ni verdadera,

mas con todo es muy mejor

que la otra terrenal

perecedera.

Bien pudieran aplicarse

estos versos al libro. La

buena fama del maestre

Rodrigo Manrique lo hizo

célebre, sin duda entre sus

contemporáneos y, tal vez,

durante dos o tres generacio-

nes. Pero ¿quién conocería

hoy su nombre si no fuera

por los millares de libros que

reproducen los melodiosos

versos de su hijo?

El libro es una conver-

sación abierta, sin tiempo ni

límites espaciales, entre una

persona concreta y única, el

autor, y otra persona inde-

finida y cambiante, el lec-

tor. Para comprender al pri-

mero, nada más a propósito

que unas palabras de

Ruskin:

“Un libro es, esencial-

mente, no una cosa hablada,

sino una cosa escrita. No

con el propósito de mera co-

municación, sino de perma-

nencia. El libro-charla se

imprime sólo porque su au-

tor no puede hablar a miles

de personas a la vez; si pu-

diera hacerlo, lo haría; el

volumen impreso es mera

multiplicación de su voz.

No podemos hablar con

nuestro amigo de la India;

si pudiéramos, lo haríamos.

En lugar de eso, escribimos:

esto es un mero vehículo de

la voz. Pero un libro se es-

cribe no para multiplicar la

voz ni para transportarla,

sino para perpetuarla. El

autor tiene algo que decir,

útil o verdadero o bellamen-

te útil... en el resumen de su

vida encuentra que ésta es

la cosa, o el grupo de cosas

que son manifiestas: la par-

te de verdadero conoci-

miento, la visión, la cantidad

de luz solar que le ha sido

apoderarse en la tierra. Se

sentirá obligado a fijarla en

el mundo para siempre, a

grabarla en la roca, si pue-

de, diciendo: ‘Esto es lo

mejor de mí; en cuanto a lo

demás, he comido, bebido,

dormido, amado, odiado,

como todo el mundo; mi

vida era como el vapor y ya

no es, pero esto lo vi y lo

conocí: esto, si algo mío lo

es, es digno de vuestro re-

cuerdo’. Esto es su escrito;

es, en su pequeña escala hu-

mana, y sea cual fuere el

grado de verdadera inspira-

ción que haya en él, su ins-

cripción, o su escritura. Es

su libro”.

Poco hay que agregar a

las palabras del crítico

victoriano. Señalaremos, sí,

que un invento posterior, la

radio, ha venido a confirmar

las afirmaciones iniciales de

John Ruskin. La radio mul-

tiplica la voz, la transmite a

unos auditorios innumera-

bles, la extiende por toda la

geografía terrestre; pero no

reemplaza al libro porque

no da permanencia a la voz.

Como tampoco la dan, cu-

riosamente, ni el disco

fonográfico ni la cinta gra-

bada, en los cuales la voz se

conserva como fluencia

temporal, no como repre-

sentación en el espacio.

El libro, ya lo hemos

dicho, existe entre dos per-

sonas, una fija, otra cam-

biante: autor y lector. “Con-

versación con los difuntos”

llama Quevedo a la lectura.

Según Samuel Butler, “Los

libros son almas cautivas,

almas en pena, hasta que

alguien, bajándolos de su

estantería, los lee.” En esti-

lo más novelesco, Oliverio

Goldsmith declara lo mis-

mo: “La primera vez que leo

un libro me parece como si

ganara un amigo nuevo; al

releerlo creo volver a oír la

conversación de un viejo

amigo.”

Se lee para aprender

algo nuevo. Se lee para pro-

fundizar conocimientos ya

adquiridos. Se lee como en-

tretenimiento, por placer.

No es ésta una forma infe-

rior de la lectura: su costum-

bre continuada la convierte

en una pasión, singular

Los libros, el escritor, la lectura

EL PLACER

DEL TEXTO

Washington Delgado

Mis libros pedagógicos, mis artículos en revistas, mis comentarios

periodísticos suelen tratar de libros. De libros concretos en prosa o

en verso: poesía, novelas, dramas o ensayos. Esta vez hablaré del

libro en general, de la lectura y, tangencialmente, del escritor.

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