

LIBROS & ARTES
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e parece oportuno
hacerlo en el Perú
de hoy, cuando los libros son
caros, las bibliotecas esca-
sean y los lectores disminu-
yen.
Iniciaré mis reflexiones
con unos versos. No hay,
acaso, mejor manera de ini-
ciarlas. Diez de Gámez, au-
tor de
Victorial
o
Crónica
de las hazañas del capitán
español Pedro Niño
, para
referirse a Alejandro el
Magno, copia unos versos
del
Libro de Aleixandre
y
dice que ha preferido trans-
cribir el poema a contar la
historia en prosa llana por-
que “los versos se vienen
más a la voluntad que la
prosa”. En lenguaje antiguo
es lo que Eliot expresa mo-
dernamente así: la función
de la poesía no es descubrir
verdades sino hacerlas más
evidentes. Los versos que
voy a citar pertenecen a un
famoso soneto de Quevedo:
Retirado en la paz de estos
desiertos
con pocos, pero doctos li-
bros juntos,
vivo en conversación con
los difuntos
y escucho con mis ojos a los
muertos.
Si no siempre entendidos,
siempre abiertos,
enmiendan o secundan mis
asuntos,
y en músicos callados con-
trapuntos
al sueño de la vida hablan
despiertos.
Las grandes almas que la
muerte ausenta,
de injurias de los años ven-
gadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!,
docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la
hora,
pero aquella el mejor cál-
culo cuenta,
que en lección y en estudios
nos mejora.
Clara y concentrada-
mente, este soneto vuelve
evidentes varias caracterís-
ticas del libro: su intem-
poralidad, su espíritu ami-
gable, su valor pedagógico.
Conversación sin límites de
tiempo ni de espacio.Amis-
tad generosa que da lo que
tiene y, en cambio, nada
exige. Lección discreta,
pronta a repetirse o dispues-
ta a esperar, pacientemente,
la oportunidad de realizar-
se. Por virtud del libro, es-
cuchamos la voz viva de los
que hace tiempo murieron.
El libro es como esa fama
medieval de que habla Jor-
ge Manrique en las coplas
a la muerte de su padre:
No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
porque otra vida más larga
de fama tan gloriosa
acá dejáis.
Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra terrenal
perecedera.
Bien pudieran aplicarse
estos versos al libro. La
buena fama del maestre
Rodrigo Manrique lo hizo
célebre, sin duda entre sus
contemporáneos y, tal vez,
durante dos o tres generacio-
nes. Pero ¿quién conocería
hoy su nombre si no fuera
por los millares de libros que
reproducen los melodiosos
versos de su hijo?
El libro es una conver-
sación abierta, sin tiempo ni
límites espaciales, entre una
persona concreta y única, el
autor, y otra persona inde-
finida y cambiante, el lec-
tor. Para comprender al pri-
mero, nada más a propósito
que unas palabras de
Ruskin:
“Un libro es, esencial-
mente, no una cosa hablada,
sino una cosa escrita. No
con el propósito de mera co-
municación, sino de perma-
nencia. El libro-charla se
imprime sólo porque su au-
tor no puede hablar a miles
de personas a la vez; si pu-
diera hacerlo, lo haría; el
volumen impreso es mera
multiplicación de su voz.
No podemos hablar con
nuestro amigo de la India;
si pudiéramos, lo haríamos.
En lugar de eso, escribimos:
esto es un mero vehículo de
la voz. Pero un libro se es-
cribe no para multiplicar la
voz ni para transportarla,
sino para perpetuarla. El
autor tiene algo que decir,
útil o verdadero o bellamen-
te útil... en el resumen de su
vida encuentra que ésta es
la cosa, o el grupo de cosas
que son manifiestas: la par-
te de verdadero conoci-
miento, la visión, la cantidad
de luz solar que le ha sido
apoderarse en la tierra. Se
sentirá obligado a fijarla en
el mundo para siempre, a
grabarla en la roca, si pue-
de, diciendo: ‘Esto es lo
mejor de mí; en cuanto a lo
demás, he comido, bebido,
dormido, amado, odiado,
como todo el mundo; mi
vida era como el vapor y ya
no es, pero esto lo vi y lo
conocí: esto, si algo mío lo
es, es digno de vuestro re-
cuerdo’. Esto es su escrito;
es, en su pequeña escala hu-
mana, y sea cual fuere el
grado de verdadera inspira-
ción que haya en él, su ins-
cripción, o su escritura. Es
su libro”.
Poco hay que agregar a
las palabras del crítico
victoriano. Señalaremos, sí,
que un invento posterior, la
radio, ha venido a confirmar
las afirmaciones iniciales de
John Ruskin. La radio mul-
tiplica la voz, la transmite a
unos auditorios innumera-
bles, la extiende por toda la
geografía terrestre; pero no
reemplaza al libro porque
no da permanencia a la voz.
Como tampoco la dan, cu-
riosamente, ni el disco
fonográfico ni la cinta gra-
bada, en los cuales la voz se
conserva como fluencia
temporal, no como repre-
sentación en el espacio.
El libro, ya lo hemos
dicho, existe entre dos per-
sonas, una fija, otra cam-
biante: autor y lector. “Con-
versación con los difuntos”
llama Quevedo a la lectura.
Según Samuel Butler, “Los
libros son almas cautivas,
almas en pena, hasta que
alguien, bajándolos de su
estantería, los lee.” En esti-
lo más novelesco, Oliverio
Goldsmith declara lo mis-
mo: “La primera vez que leo
un libro me parece como si
ganara un amigo nuevo; al
releerlo creo volver a oír la
conversación de un viejo
amigo.”
Se lee para aprender
algo nuevo. Se lee para pro-
fundizar conocimientos ya
adquiridos. Se lee como en-
tretenimiento, por placer.
No es ésta una forma infe-
rior de la lectura: su costum-
bre continuada la convierte
en una pasión, singular
Los libros, el escritor, la lectura
EL PLACER
DEL TEXTO
Washington Delgado
Mis libros pedagógicos, mis artículos en revistas, mis comentarios
periodísticos suelen tratar de libros. De libros concretos en prosa o
en verso: poesía, novelas, dramas o ensayos. Esta vez hablaré del
libro en general, de la lectura y, tangencialmente, del escritor.
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