Playas de vidas: novelas cortas

68 Rosa Arciniega LA MADRE: un vellón de pelo blanco sobre el pica- cho aquilino -y agrietado- de su rostro. (Místicos sue- ños de un "más allá", intuido y reconfortante, tiembla en los cristales, ya opacados de sus ojos). LA HIJA SILTERONA: un largo vestido triste, colga- do en la percha de un cuerpo del que · jamás se prendie- ron las vaporosas ropas de la ilusión. (La bondad -hecha tontería- se plegó en las comisuras de sus labios asexua· les). LA HIJA MENOR: grandes ojos azules -cristalinos- ª la sombra de la tostada arena de sus ·bucles blondos y sedosos. (En las horas extáticas de los crepúsculos se ve desfilar por ellos la esbelta silueta de unas velas latinas, rumbo al fabuloso pafs de los cedros olorosos, donde, mag- nífica y envuelta en esencias de cinamomo, sigue impe- rando la reina de Saba). EL SILENCIO: es ese fantasma, vestido de humo, cu· yas pisadas enigmáticas tanto nos asustaron anoche en los largos corredores. (Ahora está acurrucado -en forma de gato gris- debajo de las butacas de terciopelo). La disposición del primer plano escénico no puede ser más sencilla: un salón discretamente penumbroso, con olor a moho de siglos. (En otro tiempo, pudo ser la cámara de una princesa o "la sala de tormentos"). Nuestros personajes, silenciosos, bordan, tejen. (La ausencia de la rueca moderniza la acción). Sobre la tela de la Monotonía pespuntean las agujas del Hastío. El a· currucado gato gris respira, acompasadamente, en ese Te-

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