Playas de vidas: novelas cortas

212 Rosa Arciniega y, finalmente, accionó el pulsador que correspondía al archivero de la cárcel. Unos segundos después, apareció éste en el marco de la puerta: -Llamaba usted, señor Director? M. de Merillac, que fingía una lectura atenta de cier- tos documentos, levantó entonces la cabeza. -Ah, sí; le llamaba para ... Necesito ... Tenga la bondad de traerme la ficha del recluso ... Hermann Sche- ninger. Se abstuvo de mirarla siquiera hasta que el servicial subordinado hubo desaparecido del otro lado de la. puer- ta. Y, aún ~espués de quedarse a solas, todavía titubearon durante un largo rato sus ojos antes de clavarse con avi- dez en la pequeña fotografía que orlaba la parte superior izquierda de aquella hoja de inscripción. Pero cuando, al fin, se decidió a contemplarla, su creciente inquietud de momentos antes se tradujo en un absoluto desconcierto: la imagen que tenía delante de los ojos en nada se asemejaba a aquella otra, esfumada y le- jana, que acababa de hacer resurgir en su cerebro por medio de un poderoso esfuerzo rememorativo. Aquella era la de un joven de veintitantos años, del- gado, macilento, con un rubio flequillo caído sobre el lado izquierdo de la frente y, en los ojos, transparentemente azules, una tilde de inefable bondad. Esta era la de un hom- bre de cuarenta y tantos, adiposo, mofletudo, sonrosado; los ojos, aunque claros, hundidos tras las bolsas de unos párpados grasientos; su cabeza rapada enteramente al

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