Playas de vidas: novelas cortas

186 Rosa Arclniega contestarte. Y, desde luego, te lo diría si lo supiese. Pero lo ignoro. (Desbocados los nervios de Alberto). -¡¡Mientes!! -Otra impertinencia, Alberto, y no volverás a ha- blarme en toda la noche. Te . repito que no sé dónde está Gloria. Puedo ser su consejero; pero nunca su guardián. -Sin embargo, es muy extraño que después de la conversación secreta de anoche, haya ocurrido esto. -Te repito que yo puedo aconsejarla -como a tí- pero nunca coartar sus decisiones. -Eso quiero saber: lo que le has aconsejado. -Sencillamente, que no se sienta ligada a tí por una palabra que haya podido darte en un momento de debili- dad. Comprenderás que Gloria no es culpable de haber venido a dar con un iluso, con un fatuo que llegue a creerse el preferido . . . . . (No hagan ustedes caso de esos oj.os desorbitados de Alberto, ni de esas convulsiones casi epilépticas): -¿Iluso? ¿Fatuo? Bien; voy a escupirte la verdad al rostro: eres el último de los imbéciles. ¿Llegar a creerme que ella me prefiere, que ·ella me corresponde? ¡No! Po- der afirmarlo. ¡Afirmarlo, 6yelo bien! -Pues mírala. Ahí la tienes. -En efecto; Gloria -véanla ustedes-, maravillosa- mente bella y sugestiva, acaba de aparecer sobre cubierta. Les invito a ustedes a beber en lentos sorbos su ideal be- lleza hasta que sientan el delicioso mareo de una borra- chera estética y sensual.

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