Playas de vidas: novelas cortas

138 Rosa Arciniega lladoras, estratégicamente situadas en la torrecilla, calla- ron con un silencio absoluto. El capitán Stark buscó, entonces, al teniente Harri- son. Por primera vez en toda la noche brillaba en sus manos el trágico espejo de un revólver. -Teniente -dijo con voz apagada-, los servidores de arriba han caído todos. Y aquí no queda quién pueda suplirles. Podemos hacerlo nosotros. -A sus órdenes, capitán. Al entrar en la torre, el teniente Harrison se apartó a un lado mirando de soslayo hacia el revólver de su su- perior. -Usted primero -pudo articular al cabo de un dra- mático silencio. El capitán Stark creyó intuír su pensamiento. -No -aseguró-. Por la espalda, no. De ese modo, nunca. Somos hombres de honor y, en este instante, sol- da.dos de Inglaterra, además. ¡Así, teniente Harrison, así! ... Y avanzando a pecho descubierto hasta una de las ametralladoras abandonadas, por encima de los cuerpos todavía palpitantes de los servidores caídos, rompió el fuego contra la línea enemiga de luces más próxima. De un salto, el teniente Harrison vino a situarse a su lado para hacer las veces de servidor de la ametralla- dora. -¡Fuego, teniente Harrison; siempre fuego! ... ¡Has- ta caer ! . . . ¡Hasta! . . . Su rostro tenía una diabólica expresión. Se adivina-

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