Playas de vidas: novelas cortas

128 Rosa Arciniega gla próxima. El sol era afuera tan intenso que cegaba los ojos. Se sentía bullir a los cañaverales cercanos como si estuvieran dotados de una intensa vida animal. Una garza fingía la estilización de una perfecta ánfora de Sevres. El capitán Stark cerró al fin los cajones de la mesita, se puso en pie, hizo una seña para que se fuese el indio estatuario que continuaba en la puerta y se despojó de la guerrera militar. Luego, sin dejar de abanicarse, se situó frente al teniente Harrison y le invitó a despojarse igual- mente de la suya. -Teniente -dijo en un tono de voz quizá demasiado fría para ser normal-, supongo que sigue manteniendo usted ahora su palabra de hace unos momentos . . . -Qué palabra? -La de que nunca sabrá nadie lo sucedido anoche, por conducto de usted. -La sostengo rigurosamente, inflexiblemente, capi- tán. -¿Capitán? Ahora no lo soy. Observe que yo, lo mis- mo que usted, estoy en mangas de c_amisa. En este instan- te, somos . .. nada más que dos hombres. -Por eso precisamente la mantengo. El capitán Stark se acercó nuevamente a la mesa y, de un sorbo ávido, apuró el resto "de té helado que que- daba en el vaso. Luego, fué a situarse a la altura de la ventana que se abría sobre el campo selvático. Mirando distraídamente h acia él, el capitán Stark volvió a hablar: -Y ... , fuera de usted, teniente Harrison, ¿nadie más que ella, nadie más que esa mujer conoce . . . el

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