Playas de vidas: novelas cortas

124 Rosa Arclniega que daba a un campo de espesos cañaverales y tosió leve- n1ente. • -Sí; con toda exactitud. Eran . . . las once. . -¡Las once! Creo, teniente, que sufre usted una equi- vocación. ¿No serían más bien las doce? El teniente Harrison hizo como que se abrochaba el puño de la camisa. -No, no; eran las once. Esforzándose por esbozar una sonrisa amable, el ca- pitán Stark se inclinó sucesivamente hacia los tenientes Benn y Reading y comentó luego en un tono de voz ab- solutamente normal: -Era la hora en que nosotros estábamos jugando una partida de "bridge" en la residencia del coronel Hun-. tJ.ngdon. ¿Lo recuerdan ustedes? Y, sin mirar al acusado: -¡Las once! Bien, bien. ¿Y ... salía usted de su ca- sa ... solo? -No, con una mujer. El capitán Stark tuvo la suficiente voluntad para no perder ni su corrección ni su displicencia. -Con una mujer. Ah, ah . . . -Y siguió abanicándo- se, lenta, tranquilamente-. ¿Del país? ¿Inglesa? Haciendo como que dejaba vagar sus ojos por las vi- gas del techo, el teniente Harrison se esforzó en borrar de su respuesta toda sombra de dramatismo. -No puedo decirlo. -¿Ni aunque yo se lo exigiera?

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