Playas de vidas: novelas cortas

114 Rosa Arcfnlega ticulados, arrastrado a lo largo de un pasillo. Por entre los aguijonazos de unas miradas que acaso quieren ser compasivas, pero que resultan hirientes. Escoltada por un ordenanza que quiere . ser servicial al abrirme una puerta, pero que toma el aspecto, al cerrarla, de un hosco carce- lero. Y luego, la presencia de un juez. De un juez con el que, en el fondo, nada tengo que ver. Un juez que no es nada y lo es todo para mí: dueño de mi vida, amo de mis destinos, supremo ordenador de estas escenas primeras -sombrías, patéticas- de mi drama. De éste; del que ven- drá ahora, y junto al que esto que hasta hoy fué única· mente un conflicto moral, apenas si tiene ya trascenden- cia. -Señorita . . . Supongo que habrá sospechado usted el objeto de esta llamada. Quisiera ahorrarle molestias que pudieran tener visos de humillaciones ... Silencio. Quizá si pudiera ver sus ojos, adivinara en ellos el gesto con que indudablemente han sido subraya- das estas primeras frases; pero tengo los míos bajos, hun- cüdos, velados por un tenue tul de lágrimas . . . -No soy yo, señorita, créame. Pero el cumplimiento del deber me impone esta medida . . . En la oficina están todos enterados ya de su . . . desgracia. Y, por otra parte, su trabajo ... -Sin embargo, yo sigo cumpliendo con mi obligación. Cumpliré con ella hasta el último momento. Y después. (¿He di?ho yo estas palabras? ¿Tan extraña es mi voz que ya no la reconozco?).

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