Mi Manuel

- 84- nali dad contra las. inocentes y tanto me habían hecho su.frirJ a.ún siendo tan diferente el caso mío al de ellas. Y lo raro fué que las más enardecidas entonces, fueron las que en la vida más tarde, iban a olvidar sus exagerados odios a los chilenos ca~ sándose con ellos. Recuerdo que un día en la pastelería de Nove, pocos meses después de la entrada de los chilenos a Lima, me encontré con Ester Bielich y me dij o muy airada: "¡Qué te parecen las niñas nuestras antiguas condiscípulas, no me quieren saludar po; que mi hermana Amabilia se ha casado con un chileno, como si el corazón tuviera patria!" -"¡Tienes razón le contesté bur- lonamente, menos puede tener patria, la que no tiene cora- zón!" ... y al decir esto le dí la espalda y me salí. Meses des- pués se casaba ella también con chileno. Pero en medio de nuestros atolondramientos de muchachas inexpertas, sabíamos hacer excepciones; una de ellas, con nues- tra maestra la madre Clemencia: chilena. Se distinguía por su rectitud y espíritu de justicia: nunca la vi reñir indebidamente ni castigar sin motivo. Todas la respetábamos. Más tarde se volvió ciega la pobrecita, siempre la iba yo a visitar. Cuando la llamaban al salón, diciéndole que la buscaba una antigua discípula suya, en el acto contestaba: "Ya sé, es Adrianan. Y un gran abrazo nos unía a las dos. Como todos los años en los primeros días de junio, llegó la fiesta de Corpus que se celebraba con mucha solemnidad. Todas las niñas vestidas de blanco, desfilábamos formando cortejo y cantando himnos sagrados; por delante las más pequeñas echando flores, luego venían las zahumadoras. Para ese día, las madres convidaban a sus más distinguidas amigas, para quienes era un honor ser invitadas. Por supuesto ese año figuraba en primera línea la espo- sa del Presidente, la señora Jesús Itúrbide de Piérola. Vestida de raso negro con abalorios en medio de los que resaltaban sus valiosas alhajas.; avanzaba majestuosa la señora, en medio de sus dos hijas mayores. Gorda, bajita, muy blanca y erguida, se daba cuenta de ser el centro de nuestra esperanza en esos mo- mentos críticos por los que pasaba la nación, viendo en ella el reflejo del alma de su marido, en quienes teníamos puesta la fe de que salvara la patria ... Gon respeto la veíamos avanzar pisando las flores que nos- otras mismas echábamos a los pies de la Sagrada Eucaristía y

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