Mi Manuel

-73- por lo que mi papá al verlo llegar así, se daba cuenta de que había venido a verme. A las tres, hora en que íbamos a la iglesia a rezar el rosa- rio, yo misma lo llevaba a la portería para que se fuera. La madre portera se extrañaba mucho al verlo salir, sin explicarse como había podido entrar burlando su vigilancia. Yo lo malicia- ba muy bien; pero por supuesto, no lo denunciaba. En la iglesia ya teníamos. cómodas bancas, haciéndome ol- vidar aquellos antiguos tiempos en que yo sufría tanto al estar sentada en el suelo. Eran de esas bancas dobles con reclina- torio atrás, en que la vecina de adelante podía tocar la cabeza, cuando se sentaba. Habría sido muy cómodo para conversar entre vecinas, pe- ro ninguna infringía la orden de silencio, para no faltar al lu- gar consagrado a Dios. Un domingo a la hora del sermón, mientras esperábamos que subiera al púlpito nuestro padre capellán, mi vecina de atrás Esther Bielich inclinando la cabeza hacia mí, me dij o: -"Oye, pídele su rosario a la novicia que está al frente". -"Pí- deselo tú", le contesté, no más. Sin duda le disgustó mi nega- tiva y en el acto me tapó la boca con su mano, diciéndome pa- ra vengarse: -"No se habla en la igelsia ... " Yo sorprendida al sentir su atrevido y humillante contacto, instintivamente volteé y le propiné dos tremendas bofetadas: resonaron como dos cohetes, en medio del respetuoso silencio y al que sucedió un prolongado rumor de protesta, entre las filas vecinas. Contra mi espera, no chistó la muchacha; ya estaba preparada a de- volverle sus golpes, aunque de nuevo se escandalizaran todas. En lugar de defenderse, optó prudentemente por frotarse la cara, durante todo el sermón para aumentar las. huellas del "delito". Al salir de la iglesia muchas niñas la rodearon simpatizan- do "contra el sacrilegio cometido en la Casa de Dios!" y junto con ella fueron a acusarme a la madre Alodia: "Madre, dij o ella, vea lo que me ha hecho Adriana; me ha cacheteado en plena iglesia" ... y al mismo tiempo le enseñaba sus mejillas colora- das, hinchadas, de tanto frotárselas ella misma. Mientras habla- ba me acerqué y apersonándome, sin dar muestras de arrepenti- miento, desafiando también a las demás, dij e en alta voz: -"Madre, castígueme si quiere, pero cada vez que alguna se

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