Mi Manuel
-70- ma. Yo no hacía misterio de mi invención, ni pensé nunca en sa- car patente: repartía generosamente mis "plumas mágicas" en- tre m1Sr compañeras y el mejor halago era vérselas usar. El año anterior en la segunda clase, me había tocado de ve- cina una niña de Huaraz a quien su familia mandaba a menudo quesos de su tierra y los guardaba en su carpeta, poniéndole can- dado por supuesto. Cada vez que la abría, aprovechaba para me- terse un trozo de queso en la boca que se apuraba en mascar; aun me parece verla, chorreándole a cada lado de la boca, una saliva lechosa, cuyo mal olor me llegaba desagradablemente. "Vitelio", le habían puesto por tragona, sin que se enojara del denigrante apodo. Esa no había vuelto ese año, para la felicidad de la que le hubiera tocado de vecina, pues era una verdadera pestilencia la que despedían esos quesos encerrados. Otra, cuyo padre tenía tienda de vinos y licores en el Callao, venía cada día "enmona- ·da" a la clase de las cinco y haciendo la papelada de leer su lección a media voz, contaba historias disparatadas que escu- chaban las que no tenían interés en estudiar. De repente solta- ban la risa sus oyentes; ella era la única en quedarse seria, de manera que la madre, no podía ni sospechar, fuese ella quien provocara desorden. Una de las viejas costumbres del colegio era comer en la clase las cosas que traían de su casa, a escondidas de las madres, pues era del todo prohibido. El "contrabando", se hacía en unas bolsas de tocuyo que se amarraban en la cintura debajo del tra- je y colgaban hasta la altura del ruedo. Ya las madres conocían el "true" y perseguían a sus poseedoras para quitárselas. Esas golosinas se comían especialmente en clase a las seis, cuando cansadas de estudiar o de ociosear sobre todo, el estómago re- clamaba "un bocadito". Fuese un pan con queso o cualquier fruta que no se pudie- se partir con la mano, era la costumbre "dar a morder" a sus vecinas quienes hacían la pregunta subsiguiente: "¿bocado de señorita o de colegiala?" Según la r espuesta de su dueña era el tamaño del bocado que sacaba la compañera. Mi vecina Anto- lina, traía siempre cosas ricas de su casa, pero se las comía sola, sin dar a nadie; nunca ofrecía a "morder" como todas . Cuando se le ocurría ser generosa ella misma daba el mordisco y luego sacándolo de su boca, lo daba a comer. Yo nunca le aceptaba: no por ser bonita dejaba de darme asco su manera de proceder.
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