Mi Manuel
- 56 - "¿Este es el beato?" le pregunté con mucho interés al ale- jarnos y al oír su respuesta negativa sentí una sensación de complacencia instintiva: Yo sabía que uno de los dos hermanos era beato e inconscientemente me .dió gusto saber, que no era el que acababa de conocer. Es que en mí pasaba un fenómeno contradictorio; yo no concebía que las mujeres no fuésemos creyentes; pero mi pa- dre, a quien admiraba yo, como buena hija, no era devoto y me inspiraban repulsión instintiva los hombres rezadores, a quienes veía hincarse en una iglesia y darse golpes de pecho. Seguimos nuestro recorrido por las habitaciones, hasta lle- gar donde su mamá; linda, me pareció la mamá Cristina: con cara de un ovalado perfecto, sus grandes ojos pardos muy dul- ces; todo en ella me sedujo, como que más tarde, fué mi mejor amiga. Y llegó Julia, la mayor de todas, de cariño casi mater- nal para sus demás hermanas. Su pelo era precioso, de color oro bruñido y sus ojos del mismo color eran vivos e inteligentes. Su acogida fué como la esperaba, la de una verdadera hermana. En cuanto a Sara, ya nos conocíamos, era también alumna de Belén; pero estando en clase superior a la mía, había tenido poca ocasión de tratarla. En fin Rosalía, la menor de todas, la preferida de su mamá Cristina, de tres años había venido a su poder y con ella extremaba los mimos que hubiese tenido con su propia hijita, si la hubiese tenido; era rubia, de grandes ojos azules, muy bonita, hasta pareciendo saberlo demasiado. Llegó la hora de comer y en la puerta del comedor nos en- contramos con el tío Francisco: muy amablemente me saludó en francés. Era bajo de cuerpo, de facciones finas, muy pareci- do a su madre; pelo castaño, ojos pardos de mirada muy fija; toda la antítesis de su hermano menor. Supe entonces que era el santo del tío Manuel -6 de enero, en que cumplía 29 años. Había venido expresamente de la ha- cienda a ruegos de su madre, a pasar juntos ese día. En la mesa me sentaron a la derecha de la mamá Pepa y a mi otro lado el tío Manuel; ambos se esmeraron en prodigarme todas esas pequeñas atenciones que se dan a las personas que recién se conocen. Al frente mío estaba el tío Francisco, que en el acto empe- zó a hablarme de París·. Comprendí que era su "caballo de ba- talla", tema inagotable de sus recuerdos y me dí cuenta de que
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