Mi Manuel

- 51- salvadora se llamaba Hortencia Ayulo. Hacen más de sesenta años de esto y ella lo habrá olvidado; pero yo siempre lo recuer- do, agradecida. No sé lo que las madreb le habrían dicho a mí papá para disculpar a esas malvadas si llegan a realizar su tentativa; pe- ro creo que él, por lo menos, las habría tachado de ¡Salvajes! ... Todas las mañanas nos levantaban a las seis para ir a la iglesia y asistir a la primera misa; luego rezábamos la "ora- ción de la mañana", siguiendo después un cuarto de hora de meditación. Muy larga me parecía esa hora y media pasada en la igle- sia, no porque me resistiese a rezar, era yo bastante fervorosa; pero me resultaba un verdadero suplicio la incómoda postura de estar sentada en el suelo, las piernas encogidas como nos lo obligaban. Al cabo de algunos minutos me daban calambres y mi único alivio era estirar las piernas cuan largas eran. Esto suscitaba vivas protestas de mis vecinas quienes me regañaban calificándome de "gringa impía" ... yo no veía por qué pudie- se ser motivo de impiedad ni de escándalo mi inofensivo descan- so y fuera como fuese, me era del todo imposible encoger mis piernas. Seguramente las madres se daban cuenta de mi nervioso malestar y nunca me lo reprocharon. Más bien pensaba ser yo, quien me pudiera quejar de ellas, al tenernos así acurrucadas como un rebaño de carneros, amontonados en un pesebre ... Después comprendí que a mis demás compañeras no les mo- lestaba como a mí, por estar acostumbradas, no habiendo ban- cas en ese tiempo en ninguna iglesia de Lima. Una mañana, a la mitad de la misa, de repente todas las muchachas corrieron hacia la puerta dando de gritos, yo sor- prendida, me quedé sola en mi sitio, sin comprender lo que les ocurría. Una madre se me acercó, haciéndome levantar y dicién- dome que era "temblor" . . . La palabra no tenía sentido para mí; pero luego me la explicaron y dándome cuenta del peligro, aprendí a gritar y a correr como todas. Mi papá seguía.muy bien de salud con este clima de Lima, tan moderado en todas sus estaciones. Le alegraba ver a tantos ancianos que veía pulular por las calles, como decía riéndose, dándole esperanzas de imitarlos en su feliz longevidad.

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