Mi Manuel
- 48 - pá, siendo mi único consuelo saber que pronto me vendría a ver. El ser "nueva" en un colegio, es martirio conocido de todos; pero se agravaba para mí, al ser extranjera y no saber el idioma. Muy penosos me fueron los primeros días, aunque las ma- dres compadecidas de mi tristeza, trataban de consolarme; pe- ro las alumnas no me acogían con simpatía: las palabras "grin- ga, gabacha, franchuta" resonaban constantemente a mis oídos y aunque no las comprendía, las juzgaba ofensivas por el tono agresivo con que me las decían. ¡Qué contraste con el cariñoso trato de mis compañeras de la Visitación! ... Al llegar, el primer cuidado de las madres, había sido exa- minarme para colocarme en la clase que me correspondía y me pusieron en la tercera, lo que significaba necesitar tres años más, para terminar mis estudios y obtener mi diploma de pro- fesora. Poco me importó la clasificación, pensando regresar a Francia, mucho antes de que se cumpliera tan largo transcurso de tiempo. Todas las niñas de mi clase eran mayores que yo, menos Antolina Sotomayor que era de mi misma edad. Las demás ten- drían de catorce a quince años, usando ya el vestido largo. Todas empezaron a aguzar su ingenio en fastidiarme; uno de los entretenimientos inventado por algunas, consistía en cam- biar sus nombres, dándoles mucha risa, cuando yo las llamaba después, equivocados. Por supuesto a mí no me hacía gracia la estúpida broma, haciéndome un continuo enredo tratar con ellas. Seguían llegando diariamente nuevas alumnas a la clase y recuerdo que a una me la señalaron, diciéndome tener mi mis- mo nombre. Al salir de la clase me acerqué a ella y le pregunté: "¿Tú te llamas Adriana ?" -"No, me contestó ella, me llamo lVIarga- rita". Comprendí que de nuevo me habían engañado y quedé fastidiada, pues tenía cara dulce y simpática la recién llegada y yo había pensado que al tener mi mismo nombre, tal vez íba- mos a ser amigas, ya que me sentía tan sola en medio de las demás.
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