Mi Manuel

- 41- Cada vez la "séance" duraba más .de media hora y le llegué a tener miedo al respetable general, huyendo de él, para librar- me del martirio, llegándome hasta a marear el permanecer quie- ta tan largo rato. Tres días antes de llegar al Callao, tocamos en Paita, pri- mer puerto peruano. Allí subieron a bordo unos indios nativos, ofreciendo a vender sombreros de paja, tejidos por ellos mismos: sjendo la especial industria del lugar. Desde a bordo, pudimos distinguir la extraña aridez de la costa del Perú, donde no se veía un solo árbol. Era raro el con- traste con la extrema fertilidad de Panamá; nos explicaron que no llovía a todo lo largo de la costa del Perú: las nubes, atraí- das por las altas cimas de la Cordillera de los Andes, pasaban no máS", sin caer , dejando la costa en esa típica aridez que po- díamos constatar. Nos contaron muy "seriamente" que hasta era prohibido pintar árboles en las paredes; pues un burro engañado por el ar- t e de un buen pintor 1 había destrozado una pared, tomándolo por un árbol verdadero: Si non e vero ... Un día, a la hora del almuerzo, presenciamos un gr$ive suceso: mi amigo el general se presentó ante el capitán con la cara y la larga barba blanca, toda chorreante de huevo crudo: venía a quejarse del cocinero, quien lo había puesto en tan tris- te estado. Parece que él, cada mañana, acostumbraba ir a la co- cina a pedirle le hiciese pastelillos de ruibarbo y que éste en un momento de mal humor, cansado de su repetida insistencia, le había aventado a la cara, los huevos que estaba batiendo. Fué atendida la justa queja del respetable general y apre- sado el irrespetuoso cocinero. No por eso dejó de ser bastante risible, ver a todo un ex-Presidente del Perú, rebajado a tan ri- dículo estado. Pasaron rápidos para mí, los días de esta agradable trave- sía, llegando al Callao el 16 de octubre del año 1875.

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