Mi Manuel
- 372 - parte inherente de nuestra vida y 1sólo con ella cesará. Fuímos una Trinid&d superior a la del dogma católico por 1s1er la nues- tra muy explicable, únicamente basada en el cariño que la hizo nacer. Ahora me toca recordar las palabras de una parienta nuestra, dichas para herirme y fueron para ~í el mayor elogio que me pudo hacer: -"Sólo Adriana podía haberse casado con Manuel" . . . queriendo decir, ser la única en contentarme de un hombre que no supiera ganar dinero. En efecto, ese es mi mejor mérito: el haber estimado desde joven el talento y su- perioridad de Manuel. De acuerdo con el Ministro de Instrucción se había dado en el Congreso una ley, obligando a todos los profesores ex- tranJeros a que se graduasen de !doctores en Letras. Como en casi todos los conventois· de Lima tenían establecidos colegios de Instrucción Media, muchos frailes, todos ellos españoles, tu- vieron que someterse a la ley y entraron a la Facultad dr Le- tras. De esa manera, en ese año, se codearon en la Universi- dad hombres ya de treinta años y más, con muchachos de me- nos de veinte. Cosa rara, hicieron muy "buenas migas" esos santos se- ñores con el "Hijo del Her 1 ej e" confraternizando mutuamente, desapareci·endo el "hábito" ante el compañerismo. Alfredo quiso hasta traerlos a casa, queriendo ellos co- nocer a Manuel; pero él se mostró inflexible en no recibirlos: -"¡Nada de frailes en mi casa; desde la época de mi madre ya he quedado empachado para 1siempre de esa plaga!, sé tú si quieres amigo de ellos". Alfredo objetó ser él, amigo dr. Obín. - "Ese no viene a discutir dogmas, le contestó Manuel, ya sabe que mi coraza de incredulidad eis impermeable a todas las discusiones". . . Ya el muchacho no insistió. De vez en cuando volvíamos a ir a ver a Isabel, 1s.alos ya casi siempre, pues a Alfredo desde su entrada a la Universi- dad, le habíamos soltado ia brida; se acabaron las sacadas del colegio en las tardes, en que seguíamos hasta la Exposición o a veces hasta la huerta. Aun veo la entrada de la casa de Isa- bel, como la de un convento, con su mamparón y su ventani- ía por donde miraban para ver quién tocaba, antes de abrir la puerta. ¿Cuántas veces nos pescó dándonos un beso?, disimu-
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