Mi Manuel

- 261- decir que queríamos visitar el Escorial se ofreció en hacér- noslo conocer detalladamente y un día nos dimos cita allá con él. Al bajar del tren encontramos a nuestro amigo que nos sirvió de "cicerone", llevándonos a lugares que no dejan ver al público: las tumbas de los reyes, el pudridero, donde se oye correr constantemente el agua, sobre el cuerpo del que se espera desaparezca la carne, para poner sus huesos en el sarcófago, donde sólo debe ir su esqueleto. No sé qué perso- naje r eal lo ocupaba en esos día.s; pero un frío intenso pene- tr·aba hasta la médula, al oír ese continuado chorro de agua, desprendiendo poco a poco la carne del infeliz. También no preguntábamos ¿dónde corría esa agua con- taminada después, al salir y a qué lugares llevaba esos gér- menes de su de.scomposición? Asquerosa costumbre, sacrifi- cando la higiene pública a la simple preocupación católica, por no quemar los cadáveres y guardar sólo sus cenizas. Y no.s alejamos con la visión de una España atrasada de mu- chos siglos. Llegada la hora de partir, nuetro amigo nos acompañó al tren, allí se le ocurrió pedirnos le dejáramos a nuestro hi- jito, que al otro día, nos lo llevaría a Madrid. Por supuesto no podíamos satisfacer semejante capricho del que él mismo no preveía la responsabilidad. "Si le gustan tanto los mucha- chos le dije yo, ¿por qué no se casa usted?- "Lo haré, con- testó mirándonos a Manuel y a mí el día que encuentre una mujer como usted". . . Palabras que me llegaron al corazón sin poder tomarlas a mal ni Manuel tampoco, halagándonos igualmente a los dos. En la mesa, entre los huéspedes, el continuo terna, de la conversación era el de los toros; dividían la semana en dos etapas ; los tres primeros días, en discutir los méritos de la última corrida; los tres siguientes, en pronosticar las proba- bilidades de la próxima. Sólo en las mañanas del domingo que- daban r elativamente callados, circunspectos, estáticos, soñan- do sin duda en espera de los acontecimientos de la tarde.

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