Mi Manuel

- 253 - era uno de nuestros paseos favoritos donde Manuel, empeder- nido poeta, pasaba largos ratos contemplando el mar. También muy a menudo íbamos al teatro "Lioeo:', de- j a.ndo nuestro hijito al cuidado de Lucía, buena muchacha que lo acompañaba, r emunerándole después. con unas cuan- tas pe1setas. A veces lo llevaba a Alfredito junto con su so- brino Quique, a la agencia de su padre, caHe de. Tantarantana, donde tenían carros y caballos que a los muchachos les entu- siasmaba ir a ver. Un día se descuidó ella y los dos locos mu- chachos subiéndose a uno de los coches·, tomaron las riendas del caballo y salieron a la calle, conduciendo ellos solos. Fe- lizmente pronto lo advirtieron y muerto de susto el padre de Quique los alcanzó siendo su primer impulso dar un par de sopapos a cada muchacho. Muy avergonzado de su arrebato 1 vino después a pedirnos mil disculpas·; pero nosotros no lo tomamos a mal, por el contrario, lo consideramos como cas- tigo muy merecido a tamaña locura, que pudo costarle la vi- da a los dos chicos. Por fin emprendimos viaje para Madrid, despidiéndonos de los huéspedes de la casa y de sus dueños, no sin ver lágri- mas en los ojos de Lucía que con pena nos veía partir, conti- nuando allí la pobre, su vida de semi-esclavitúd en medio de su propia familia. Desde el tren vimos primero desfilarr las altas chimeneas de las fábricas· industriales de Cataluña la re- gión más trabajadora de España, para luego verlas desaparecer en la lejanía. Atravesamos el Ebro y al atardecer llegamos a Za- ragoza, primera etapa de nuestro viaje donde pensábamorS que- dar algunos días para conocer la ciudad. En el trayecto, algo fatigoso por lo despacio que van los tre- nes en España, la única distracción de Alfredito de·spués de mi- rar a ratos el monótono paisaje, había sido entretenerse en su- bir y bajar a la red que domina los asientos, en esa imprescin- dible necesidad de moverse que tienen los niños. Unicamente ve- nía con nosotros, en el mismo vagón, un señor de cierta edad, que serio y tranquilo leía su periódico sin parecer molestarlo las acrobáticas maromas del muchacho. Sin embargo, a ratos interrumpía su lectura para mirarlo atentamente, como cavilan- do para descifrar un difícil problema que parecía absorberlo y luego seguía su lectura. No nos habló en todo el viaje, pero de

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