Mi Manuel

- 227 - altos de un chalet "La Picciola" completamente a la orilla del mar, donde venían a morir las olas, a la hora de la marea alta. Su dueña ocupaba los bajos; era una joven viuda de 23 años, Madame Dagez, madre de una linda chiquilla Renée, de un afio mayor que mi hijo. Desde el primer día se hicieron amigos, jun- tándose los dos en la playa a jugar, cavando grandes hoyos en la ar2na, que el mar venía implacablemente a cegar, para gran desconsuelo de ellos, al mismo tiempo que los empapaba. Nqs- otras, las dos mamás, los vigilábamos por turno, desde nuestras respectivas "vérandas", pues no siempre reinaba la paz entre los dos, a ella gustándole aburrirlo y él poco aguantador, acaba- ba por pegarle un lampazo en la cabeza; lágrimas, enojos y am- bos venían a darnos las quejas. Lo gracioso era que ella al te- ner el pelo cortado al rape y él por el contrario, con sus largos bucles, ambos se equivocaban sobre ·sus respectivos sexos:-- ''.J'ai battu le petit gargon !", me decía Alfredito al llegar, mientras ella iba donde su madre quejosa de que "la petite fille" le hubie- se pegado. Risa nos daba a las dos esa mutua equivocación, no haciendo caso de sus quejas, sabiendo que no tardarían en re- conciliarse. Todas las mañanas nos bañábamos, resultando co- modísimo desvestirnos en nuestra propia casa, salir envueltos en nuestras capas impermeables, regresando igual a vestirnos. Pero el Océano es traidor y hasta tempestuoso, resultando a ve- ces difícil bañarnos por sus inmensas olas, que venían amena- zantes y nos arrastraban. Los dos muchachos no concebían el peligro y muy valientes, querían siempre entrar más adentro; hasta que un día agarrados todos de la mano, nos separó una tremenda ola; mi bebé había desaparecido y hubo que buscarlo debajo tlel agua. Al salir, su única reacción fué constatar que: -"Cette eau, est bien salée !". . . Otra vez, un fuerte temporal que se extendió a todo lo largo de la costa, no nos permitió ba- ñarnos ni siquiera salir de la casa durante dos días, pues el viento era tan fu erte que las tejas de las casas volaban parecien- do palomas y arrastrando a las gentes como paquetes. Al día siguiente la playa amaneció cubierta de trozos de madera, despojos de las embarcaciones pesqueras naufragadas la víspe- ra: con tanto descaro como indiferencia, el mar devolvía las sobras del festín en que había saciado su ansia de destrucción. Por las tardes partíamos con Manuel a pasear, los dos mu- chachos venían recogiendo claveles, única flor que nace al

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