Mi Manuel

- 221- je: Veleidad de los juicios humanos que se adaptan a las con- veniencias del momento y de los cuales no escapan ni siquiera las religiones que se dan de inmutables. Al otro día volvin1os a partir; así queríamos viajar por pe- queñas etapas, sin cansarnos, conociendo detalladamente lo no- table de cada lugar. Llegamos a Blois, célebre por su viejo e histórico Castillo, construído en el siglo XIII. Era día de mer- cado casualmente y pudimos ver las aldeanas de las chacras ve- cinas con sus típicas cofias regionales, las más mujeres, montn,- das en sus burros, trayendo a vender sus frutas y legumbres a la ciudad. Manuel se fijó y le extrañó de que fuesen todas viejas. Me reí del chasco que se habría dado, buscando rostros jóvenes y agraciados, entre las aldeanas vendedoras, explicándole que las escogían especialmente viejas, por ser más mañosas en sus tratos, corroborando con el refrán: -"Más sabe el diablo por ser viejo, que por ,ser diablo". Y, además, por estar las jóvenes ocupadas en los quehaceres del campo, para los que están ya ineptas las viejas. A mi Bebé le compré una canastita de albaricoques que ma- duros y perfumados le provocaron; como el burro de la vende- dora~ mostraba señales de apreciarlos también, Alfredito le ofre- ció uno que aeeptó gustoso. Lo masticó muy lentamente pare- ciendo saborear y estimar el bocado, luego muy naturalmente botó el hueso. El muchacho que lo contemplaba, compartiendo el placer del burro, no supo contener su admiración al vérselo arrojar y acariñándolo le abrazaba el pescuezo: -"¡Eres obe- diente burrito, a tí también te enseñó tu mamá a no pasar el hueso, lo mismo que a mí" ... Y la mitad de los albaricoques le siguió dando, queriendo poner de nuevo a prueba su obediencia y premiarla. Al otro día visitamos el castillo: Desde lejos se distin- guía antes de entrar a la ciudad la vieja reliquia de tantos si- glos, orgullo del lugar, que vienen a visitar todos los aficiona- dos de antigüedades y ociosos turistas paseándose como noso- tros. Muchos recovecos y escaleras de caracol dan idea del es- píritu de ese siglo, retorcido y estrecho en que detrás de cada puerta se sabía esconder un asesino. Daba frío de puro triste aquel amontonamiento de viejos recuerdos del pasado; hasta

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