Mi Manuel

- 213 - rís, para ir a conocer Bélgica. A Manuel le interesaba conocer es0 país,-donde España había dejado tantas huellas de su paso. Partimos tarde en la noche y llegamos a Bruselas a las cinco de la mañana. Bastante frío sentimos a esa hora al bajar del tren; pero Manuel en su entusiasta curiosidad quiso ir en el acto a conocer la ciudad. Tomamos un coche, encargando al coche- ro nos llevara a recorrer el centro. Lo más notable a esa hora, fué ver la actividad de cada vecino en asear la fachada de su casa: con abundante agua y escobilla, frotaban todos como si SR preparasen a un concurso de limpieza. Luego vimos pasar carritos repartidores de leche, tirados por perros. Parecían orgullosos los animales, del importante cargo que se les confiaba: las patas delanteras muy separadas, hinchando el pe- cho para hacer fuerza, parecían satisfechos estirando el pescue- zo, al sentirse necesarios. Desde lejos distinguimos en lo alto de una colina un espléndido edificio que dominaba toda la ciu- dad: -"O' est le Palais de J ustice", nos explicó el áuriga, en ese francés áspero y duro de los belgas. Mucho nos gustó esa idea de Justicia queriendo imponerse, fiel expresión de lealtad del honrado pueblo belga. Pero tuvimos que interrumpir nuestro recorrido, el mucha- cho se caía de sueño y nos hicimo.s llevar al "Hotel de la Cam- pine" rue du "Marché aux poulets" que nos habían recomenda- do. Al entrar al cuarto, Bebé se tiró sobre la cama y como a un , paquete lo tuve que manejar para desvestirlo. Manuel no se dió por vencido y volvió a salir para seguir conociendo las be- llezas del lugar. Yo francamente confieso, que imitando al mu- chacho, también me dormí hasta la hora del almuerzo. Ocho días nos bastaron para conocer aparentemente ese "París en miniature" como llaman a Bruselas: Su preciosa Ca- tedral "Sainte Gudule", un verdadero encaje de piedra, que sólo pudimos admirar de afuera no dejándonos entrar a las tres de la tarde "por no turbar los santos oficios", nos dió una idea exacta de la religiosidad de ese pueblo, además de la gran devo- ción reflejada en el semblante de los fieles al entrar a la iglesia. Luego vimos la Municipalidad, con sus pequeñas columnas do- radas, de ese lindo tinte bruñido que da la pátina del tiempo; en esa misma plazuela tiene lugar a ciertas horas "le marché aux chiens". Y no se crea dicho en sentido anfibológico, como se di- ce en París "le marché aux puces", donde se encuentra cuanto

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