Mi Manuel

- 207 - dan en premio monitos de felpilla o medallas doradas, que pues- tas en las solapas parecen condecoraciones. Luego carruseles con caballos, leones y tigres de madera pintarrajeada, alternan- do con lindas góndolas doradas dando vuelta todo junto, al son de una música chillona. Nunca faltan hércules que exhiben sus bíceps braquiales, tatuados con corazones atravesados con fle- chas. Otras barracas son de animales raros, fenómenos las más veces asquerosos; hombres y mujeres gigantes o enanos. En fin tiendas de dulces: turrones, caramelos, sin olvidar el imprescin- dible "Pain d' épices, le clou" de la fiesta, que venden casi siempre en forma de chanchitos colgándoselos del chaleco los mozos; junto con los "mirlitons" o pitorros que cada cual se cree obligado a comprar en la feria y hacerlo sonar al volver, como prueba de haber estado en ella. No hay quien no vaya a la feria: es el paseo obligatorio de ricos y pobres, donde se divierten chicos y grandes, cada uno según sus preferencias. A nuestro barrio le tocaba su f ería en verano y por supuesto no dejábamos de ir. A Manuel le encan, taban esas fiestas populares para conocer de cerca el carácter del pueblo francés, que como eternos muchachos, se divierte de todo y con nada. Para mí era de gran recuerdo la feria: al irme a Lima a los nueve años, no había aún satisfecho mi ansia de ilusión que da la feria a los niños y ahora, al estar de nuevo en Francia, rena- cía mi insaciada curiosidad de aquella época interrumpida al irme. El pretexto era llevar al Bebé, pero confieso que era yo quien más me divertía, pues a él le daba miedo ese barullo bu- llicioso y a penas lograba instalarlo a dar vueltas en un caballo y yo a su lado, ya quería bajar. Una noche al volver de nuestro paseo por la fe ria y acos- tarnos, empezando ya a dormirme oí un ruido extraño; el cuar- to alumbrado por el velador, sólo dejaba traslucir vagamente las cosas: vi que mi niño había vomitado y una gran mancha roja se extendía sobre la almohada. -"¡Sangre!" exclamé y apurada encendí_ la luz. Ví en efecto que el niño estaba despier- to y a su alrededor unos trozos obscuros que parecían coágulos de sangre. Temblaba yo de susto; se levantó Manuel, llamé a la sirvienta y los tres muy alarmados mirábamos al pobrecito. Ya fijándome más, una gran carcajada mía rompió el silencio:

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