Mi Manuel

- 202 - hijito. Pero sea celo o instinto de sexo opuesto, que presentía en ella a una futura enemiga que se le resistiría, él no la podía ver. Ella porfiada, venía siempre a buscarlo y no quería irse, hasta no recibir algún empujón o arañazo en la cara. Interve- nía yo entonces, regalándole dulces y galletas a la chica, obli- gándola a volver a su casa. Mi sirvienta muy sublevada contra "la maldad" de mi hijito, le avisó a su madre para que no la dejara subir, pero' ella, mujer pachona, se reía no más contes- tándole: -"El niño no la ha de matar, luego la señora le regala dulces; ella prefiere ir, que le pegue y que la consuelen" ... Una tarde al volver "du Ohamp de Mars", nuestro paseo fa- vorito, le había yo comprado "une gaufre" un barquillo .que iba él comiendo; antes de llegar al "Bureau des Postes" en la mis- ma esquina de casa se me adelantó unos cuantos pasos y antes de poderlo contener, se empinó para alcanzar el buzón y echó adentro su barquillo, gritando fuerte en la abertura: -"C'est pour mon ancle de Lima! ". A pesar de su inocencia, no olvidó de decir siquiera el lugar donde mandaba su regalo y días des- pués cuando recibimos cartas de Lima, su gran afán era saber si su tío .había ya recibido su barquillo. Aunque a mi hijito no le enseñaba yo a rezar, no por eso le dejaba de festejar la Pascua, en que todos los muchachos se alucinan con los juguetes traídos por el "Petit Noel". Esa noche él también, ponía sus zapatos en la chimenea y al otro día como todos, esperaba encontrar lo que deseaba, desde los siempre ape- tecidos bombones, hasta los juguetes que él soñara tener. Días antes, con maña y disimulo sondeaba yo su pequeño magín, tratando me confiara en secreto lo que más le pudiera gustar. Y era de ver su alegría cuando ese día temprano al des- pertar, brincaba de la cama sin zapatos, con su largo camisón, yendo a explorar la chimenea y descubrir lo que le había traído Noel: le brillaban los ojos de curiosidad, luego llevando los pa- quetes a la cama donde yo lo obligaba a volver, le temblaban las manos torpes de emoción, para desatar los nudos y abrir los paquetes. En ese momento, tal vez nuestro placer superaba al suyo, viéndolo tan contento, satisfecho, contemplando sus nuevos re- galos, afanado en hacérnoslos admirar.

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