Mi Manuel
- 191 - en el pescuezo, formándole dos cachos atrás, me parece verlo aún, cuchara en mano, pataleando y dando cucharazos en la mesa clamando angur'riento por el bocado apetecido. TO'da mujer que haya tenido hijos comprenderá lo intere- sante de esos pequeños detalles de la vida de un niño: búrlense de mí las que no los tuvieron; yo me reservo el derecho de te- nerles lástima. Lo terrible para mí, era el constante temor de perderlo; si dormía largo, lo despertaba y si se desvelaba ya me parecía en- fermo. Yo no vivía tranquila, sabiendo por triste experiencia lo frágil que es la vida de esos pequeñuelos. Al cumplir los quince meses, nos dimos un gran susto: días antes, lo noté algo raro y llamé al médico; lo examinó sin en- contrarle nada anormal y riñéndome: -"Es usted la enferma, con su continua aprensión". Nada dije, encantada de haberme equivocado. Dos días después el bebé necesitando zapatos fuí a comprárselos a la vuelta de casa. Al volver, desde lejos vi a la sirvienta asomada a la ventana, llamándome. ansiosamente con la mano. Corrí, las puertas estaban abiertas y entré hasta el dor- mitorio: sobre la cama estaba el niño tirado y Manuel a su la- do; con un gesto de extremo desconsuelo me dij o no más: -"¡Ha muerto!" y me explicó que ide repente le había dado un ataque nervioso, quedando luego, exámine en sus brazos. En el acto había hecho llamar al doctor que vivía en la misma casa; pero éste al verlo no había podido constatar más que su muerte. Sin oír más salí corriendo a buscar a nuestro médico que vivía a tres cuadras de casa. Era la hora de su consulta y en el salón unas diez personas esperaban su turno. Forzando todas las con- signas llegué hasta él; con voz entrecortada por la emoción le expliqué, suplicándole venir en el acto. -"Usted misma, me di- jo, pídales a mis clientes me idejen salir, mejor que yo, los sabrá usted convencer". Así lo hice y fué unánime la exclamación de todos: -"Que vaya el doctor" ... Les dí las gracias y con él salimos corriendo. Nos paramos ·en una farmacia, compró sina- pismos, amoníaco y volvimos a seguir. Lo encontramos en el mismo estado, inerte como muerto, Manuel a su lado, tan páli- do como él. El doctor tomó al niño en sus brazos y lo tendió so- bre la mesa del comedor; le puso sinapismos en las pantorrillas, compresas de amoníaco con agua en la frente y le hizo la trac- ción de los brazos, provocando la respiración artificial. A los
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