Mi Manuel
-182 - Felizmente el General Alfaro se propuso distraernos llevándon t ' d - os a su casa presen an onos a su senora; que compartía con él esa tristes horas de destierro. Después de comer, en amena charl: le exponía a Manuel sus grandes ideales políticos, que en efecto pudo realizar, poco tiempo después, al llegar al poder. Pasados algunos años, encabezando una nueva revolución fué derrotado y fusilado junto con otros siete generales compa~ ñeros suyos, nuestro simpático amigo. Por fin llegó el día de embarcarnos rumbo a Europa. Ya no eran las tranquilas aguas del Pacífico las de este Océano y yo iba recelosa de sus traidoras olas. Pero fuera de unos cuantos amagos de mal tiempo llegamos bien hasta la isla inglesa de Barbada. Con gran suerte no pasó de un susto el que nos dimos antes de entrar al puerto, pues el buque por dos veces raspó el fondo, imprimiéndole tan fuerte sacudida que pareció abrirse el vapor. Sin más novedad seguimos a Kingston, capital de Ja- maica y última escala antes de llegar a Cherbourg. Ninguna amistad hicimos a bordo, bastándonos los dos, juntos siempre y apartados de los demás pasajeros. A todos los oíamos quejarse de la comida, pero Manuel, muy dulcero, se encantaba con las ricas mermeladas de naranja y yo con los sabrosos y variados "cakes" ingleses que me traían al cama- rote. ¡Con cuánta emoción volví a divisar desde lejos las costas de mi querida Francia! A medida que se acercaba el buque a tierra, desaparecían de mi memoria los diez y seis años de au- sencia y llenándoseme los ojos de la simpática visión me pare- cía volver a la niñez. Manuel callado, miraba también y una plá- cida satisfacción se dibujaba en su semblante. -"¿Te gusta mi tierra?" le pregunté; su única respuesta fué besarme los ojos. Esa era su mayor demostración de cariño en los momentos de emoción, sin duda por ser dos, duplicándosele el placer al repetirlo. No le gustó a Manuel, al dar el primer paso en tierra fran- cesa, encontrarse frente a una estatua ecuestre de Napoleón, quien en un gesto altivo, parecía aún dominar al mundo. Mu- chas otras visiones habían de herir los ojos de su espíritu re- belde, en esta Francia, que según las épocas·, se jactó de ser "la Hija Mayor de la Iglesia", como de haber dictado al mundo "Los Derechos del Hombre" en la Gran Revolución: Sus calles,
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