Mi Manuel

-169 - Entonces ocurrió una escena que me hizo olvidar todas las molestias del viaje: Vimos venir a lo lejos, a un negro al todo galopar de su caballo, llegándose a nosotros, inquirió si era verdad que allí venía don Manuel González Pra.da. Algo sorprendidos todos callaron, hasta que Manuel destacándose del grupo se le apersonó. -"Soy yo, ¿qué me quiere usted?" -"Dar- le un abrazo, señor; yo estuve en el Politeama cuando su dis- curso!" ... Los dos se apearon y un gran abrazo los unió, am- bos emocionados. Mágico poder de la palabra, que a todos dejó cavilosos, ante la inesperada escena que aun en medio de esa soledad, había encontra.do eco en el corazón de un pobre y mise- rable negro. De nuevo continuamos nuestro camino, cuando de repente vimos llegar desde lejos en loca carrera un toro ensangren- tado, que pronto nos iba a alcanzar. Por suerte una compuerta nos permitió encontrar refugio en un potrero, donde nos meti- mos todos. Un minuto después llegaba el animal furioso, que- riendo forzar la ligera barrera opuesta a su empuje bestial. A pedradas lograron al fin espantarlo y que se apartara de nos- otros, en busca de otras posibles víctimas. Al poco rato segui- mos adelante, sin que nada nuevo ocurriera ya, hasta llegar al término del viaj e. Bastante triste y desmantelada nos pareció la casa de la ha- cienda, construída sobre un montículo, dominando todo en su alrededor. Una ancha faja de terreno formaba patio adelante sin que ninguna división lo limitara del resto del camino. Lo que más nos llamó la atención al entrar, fueron las bajísimas puertas que dividían la sala. Felizmente Manuel fué el primero en notarlo, pues siendo alto podía haberse desnucado al topar su frente en ellas. La disculpa que nos dió Francisco, bastó co- mo buena explicación: -"Josefina y yo, siendo bajos de estatu- ra, no nos alcanza ni molesta en nada" ... Allí mismo nos vino a recibir Rosa Mercedes con sus dos hijos, uno en brazo~ y el otro sujetándose de su traje. Difícil- mente la habría podido reconocer si no hubiese sido por su mis- ma risotada de antes y el cariñoso título que nos dió al abrazar- nos: "padrino y madrina", mostrándose encantada de volvernos a ver. Muy distinta estaba la muchacha, quemada por el sol, tostada la piel, había perdido esa palidez de buen tono que dis- tingue a las limeñas, de la gente del campo. Gorda y rolliza no

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