Mi Manuel

- 167 - ambos chilenos, todo contribuye a hacerlo un lugar excepcio- nal" ... A Manuel no le convencía tanta maravilla y no mani- festaba el menor interés en ir; pero yo por el contrario, con la facilidad propia de mi carácter francés de "m' emballer", me dejé alucinar por los entusiasmos de Francisco y al fin accedió Manuel en aceptar la invitación. Salimos de Lima a principios de febrero pensando regresar a las tres semanas. El viaje duraba una sola noche, amanecien- do temprano en el bien llamado Cerro Azul, pues desde lejos, en- tre la bruma de la mañana, se divisaban las lejanas montañas de ese marcado tinte, al que debe su nombre el inhospitalario puerto. El desembarque ·fué algo cómico e inesperado para mí, pues por la braveza del nrnr, no nos pusieron escaleras y como bul- tos, en barriles, nos bajaron con poleas, hasta los lanchones que nos esperaban. Cerca de una hora duró el nuevo viaje en que me empecé a marear, hasta llegar a unos 25 metros· de la orilla, y me cargó el lanchero en sus hombros, depositándome por fiu en tierra firme. Este típico desembarque me pareció una escena viva de las historias leídas en mi infancia, en que aparecían in- dios salvando en hombros a los pobres náufragos. Toda una comitiva había venido a caballo al puerto para recibirnos: Francisco, don Mariano Ramos, hermano de J ose- fina, Joaquín Antadilla, hermano de mis amigas, que trabajaba allí al lado de Francisco. Varios peones les acompañaban tra- yendo bestias para no·sotros, entre ellos Eleuterio Huapaya, an- tiguo conocido nuestro que años antes se había casado con una muchacha criada desde pequeña en la casa de Manuel. Este Huapaya al venir a Lima cada mes, trayendo a J ose- fina provisiones de la hacienda, había conocido a Rosa Merce- des, ahijada de Isabel. Mestiza bastante agraciada, risueña y vivísima, algo refinada y de aspecto muy aseñoritado, no apa- rejaba bien con el cholo burdo de poncho y alpargatas; pero él se había enamorado y ella se dejaba cortejar. Sea coquetería o ganas de cambiar ·de vida, poco a poco le fueron gustando las bobas y dulces miradas de su enamorado, hasta que al fin la pi- dió en matrimonio. Aun algo evasiva en aceptarlo, a menudo nos preguntaba a las niñas y a mí nuestro parecer. Era difícil re·sponder y nos

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