Mi Manuel
-152 - senciar esa lúgubre ceremonia serenamente y mucho menos cuando se es el sujeto de la triste despedida. Dura es la iglesia con sus fieles al prepararlos para la muer- te, purificando uno a uno sus cinco sentidos, recordándole las faltas cometidas durante su estada en la tierra, como magis- tralmente lo describe Flaubert en su "Madame Bovary"; pero si nos parecen justos los reproches litúrgicos dirigidos a la mo~ ribunda pecadora, aquí resultaban un sarcasmo repetidos a esta víctima de su religiosidad al ser la misma fórmula para las dos. Manuel más que afligido, estaba sublevado, al ver el decaimien- to de su pobre hermana al retirarse el cura: -"¡La ha mata- do!" me dijo, mientras Isabel muy tranquila, después de haber presenciado la escena a que estaba acostumbrada toda su vida, ante las moribundas del hospital, secaba el sudor de la frente de la pobre enferma extenuada. La velamos esa noche, ya casi inconsciente y después de larga y penosa agonía, expiró. Se había cumplido su pronósti- co: No había resistido a la desaparición de su ahijadita. Era el 18 de enero de 1889. Al otro día me llamó Isabel a solas y me enseñó una es- pecie de pulsera de mallas de acero ancha de cuatro dedos, con púas por dentro. Era un cilicio, todo ensangrentado y me expli- có haberlo quitado del brazo de su hermana después de muerta y que llevaba siempre puesto. Comprendí entonces la crispación de dolor que reflejaba a veces su rostro cuando la abrazaba: Cuanto más fuerte el ca- riño, con mayor fuerza entraban las púas en su pobre carne herida. Días después, regresamos otra vez al Barranco con un nue- vo dolor en el corazón. Entramos al cuarto que había sido de Cristina y vimos su colchón, sin siquiera estar desatado, confor- me lo habían traído de Lima. Durante esos quince días había dormido hincada en el suelo, con la cabeza apoyada en una si- lla, como me dij o la sirvienta encargada de atenderle, sin con- sentir que entrara a servirle. Era realmente aterrador ese fanatismo que había matado a nuestra hermana; Manuel pálido, miraba a su alrededor y al ver sus pobres cosas dej atlas allí que respondían tan bien a su ferviente devoción: Un Cristo en la cruz, una Virgen de los do-
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