Mi Manuel
-150 - Muy nerviosa me puso la carta de la pobre Cristina en 1 ' ' N 1 ' a que se veia su corazon sangrar. o e seria negada mi int _ vención, pues ¿qué no habría yo .-hecho por ievitarle un dol;r? Ella merecía todo mi cariño, toda mi gratitud por su noble 00 ~~ ducta; a ella la justa y la buena, la verdadera hermana en la horas de abandono ¿qué le podía yo negar? 8 Y entonces empecé a despertar midiendo el efecto de esa palabras de Manuel, que como una música habían adormecid~ mi conciencia y mecida por el ritmo de sus armoniosos párrafos me dejaba arrastrar por ellos, sin sentir el veneno que conte- nían, llevándome al abismo de la incredulidad ... A tiempo me había llegado la súplica de Cristina; ya estaría alerta y pasando por mis manos todo lo que publicaba Manuel, al copiarlo, le ro- garía suprimiera los ataques a nuestras creencias, igual de Cris- tina como mías. Llorando fuí donde Manuel y sin decir palabra le dí a leer la carta. Me abrazó cariñosamente: -"A las mujeres, me dijo, habrá que salvarlas sin que ellas mismas se den cuenta; son enfermas, y ni saben el nombre del mal que las mata". Nuestra hijita seguía bien; ya a los dos meses, empezaban los gorjeos cuando echada en su cama, después de mamar se sentía feliz. "Habla con los ángeles", decía entonces la negra Simona. Entre Cristina y mi hermano, la tenían malcriadísima tomándola en brazos y paseándola desde su llegada. Yo me opo- nía a esos engreimientos, por ser muy largas las horas de la noche y no estando ellos allí, yo tendría que seguirlo haciendo. Su baño por la mañana era un acontecimiento; para ella y para nosotros una fiesta; yo, las más veces, llamaba a Manuel para que gozara de las gracias de su hijita: chapaleaba el agua con sus dos manitas y parecía divertirla mucho salpicarnos el agua empapándonos: -"Hay que corregir a esa chica, me decía Manuel, con mucha seriedad haciéndose el enojado, muy mal la educas". ¡Pobrecita! no duraron mucho las mala.crianzas; en los pri- meros días de diciembre, cundió en Lima, como todos los años en esa época una epidemia de sarampión. Llamado el Dr. Pa- trón, no conoció el mal, le mandó baños y en tres días, a pesar de todos nuestros cuidados, se nos quedó muerta en los brazos. Un imposible me parecía su muerte; nos abrazamos Ma- nuel y yo desesperados. El, inconsolable, hasta me propuso roa-
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