Mi Manuel

-132 - suelvo y sobre todo la bendigo. Tal vez, por el contrario, sea us- ted el arma de que Dios se valga para salvar el alma de su ma- rido y lo convierta ... Cásese y sea feliz, todos mis mejores vo- tos la acompañan .. . Por fin me ví salvada de esa tempestad en que creí zozobrar. Quedé tranquila, pero no comulgué: miedo le tomé a ese Dios en nombre del que se me había martirizado. Huí de mí misma temiendo que un ·nuevo impulso de religiosidad en la última ho- ra, me hiciese volver atrás. De regreso a casa, no pensé más que en los preparativos de mi boda. Por la noche, Manuel me encontró tranquila y afectuosa: contentos los dos al pensar que pronto no nos separaríamos más. Por·su reciente duelo Manuel había querido casarse en casa y fué a hablar al Arzobispo Bandini. Tuvo con él un grave al- tercado y terminó por n egarle el permiso. No referiré los deta- lles; ya me fastidia recordar lo tocante a esta iglesia tan atra- biliaria cada vez que interviene en nuestros asuntos: quiero de- jarlo en el olvido. Y llegó el 11 de septiembre, tercer aniversario de esa prime- ra batalla que ganó mi corazón casi sin mi voluntad, arrastra- do hacia aquel a quien adoraba yo ahora, por él que feliz daría mi vida. Expresamente escogimos esa fecha .para sellarla con ese nuevo recuerdo. Ya quedó el "once" consagrado y durante los treinta años de nuestra unión, no pasó una sola vez desaper- cibido. El que lo recordaba primero, probaba querer más al otro, lo que fué siempre nuestro mayor afán. "¡Hoy once!" era el gri- to matutino con que el uno despertaba al otro ese· día. Hasta mi hijo ha heredado ese recuerdo y aunque esté lejos, cuando me escribe me lo campanea: "hoy once". Desgraciada- mente hay otra fecha ahora, que también ha entrado en los ana- les de mi vida: el 22, la fecha dolorosa, la que tampoco se olvida, la fatídica, la del acabase ... Los testigos de Manuel fueron: don Eduardo Lavergne, gran amigo suyo desde la guerra, su compañero en el cerro del Pi- no, del que tanto le había oído hablar y que me presentó ese día y el Dr. Paulina Fuentes Castro, compadre suyo. Los míos eran el Dr. Ricardo L. Flores y don Santiago Wylemann. La ceremo- nia fué completamente en privado.

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