Mi Manuel

-131- le dé la absolución y a anunciarme que entra usted al convento, a servir .a Dios!" ... Anonadada me quedé y me retiré del confesionario. Sólo al cabo de un largo rato sentí fuerza para salir a la calle y regresar a casa. Unicamente la que ha sido fervorosa católica, podrá concebir mi espanto, verdaderamente no puedo darle otro nom- bre a mi estado de ánimo en aquellos momentos. Como marea- da me sentía al andar, temiendo caerme; tomé un coche y si no hubiese sido por la criada que me cons,ideraba muda y sorpren- dida, habría soltado el llanto. Me ·sentía abandonada, sola en el mundo, sin saber dónde buscar amparo. Llegué a casa, me ence- rré en mi cuarto, y me eché a llorar desesperadamente. Allí que- dé desfallecida, sirt ali'ento. A la hora de comer me quejé de dolor de cabeza, no queriendo ir al comedor. Manuel llegaba a las nueve y habría que prepararme a recibirlo; ser1mar mi sem- blante y darme tiempo de reflexionar, antes de hablarle. Logré más o menos mi objeto, encontrándome él "algo triste" no má~. A ratos lo miraba con desconsuelo, ¿sería posible que me deci- .diera a abandonarlo, sacrificándolo a mi creencia egoísta? ¡Hay momentos en la vida que son tan duros, como debe ser el de la muerte! ... Al fin se retiró Manuel sin haber penetrado mi se- creto y quedé otra vez sola ante mi sufrimiento. A nadie podía pedir consejo: mi hermano, que habría sido el llamado a quien recurrir, no me ofrecía confianza, ya lo había visto sacrificar a mi pobre padre a lo que el llamaba su "deber de conciencia". Así pasé la noche en esa negra inquietud, viendo llegar la hora en que según el padre, debería ir a recibir la absolución y romper mi vida.- Así debe ser la última noche de un condena- do a muerte. De repente se me iluminó la mente: sí; volvería al convento de los redentoristas ; pero no sería para hablar con ese mismo fraile. Yo conocía de nombre al superior de ellos, el padre Mo- tte, con él me consultaría y a ciegas seguiría su consejo: él se- ría mi Juez, mi salvador o mi verdugo. Y así fué; lo hice llamar, le dij e mi nombre, era él también muy amigo de mi hermano, le expliqué mi caso, me escuchó y al fin terminó por decirme: "-Hija mía, tiene usted razón, hay sa- crificios que no se pueden pedir a un corazón humano. Este padre que la confesó a usted ayer, es un exaltado, vive fuera de la realidad, sólo los santos han realizado esas hazañas. Yo la ab-

RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx