Mi Manuel

- 125 - La herida a mi orgullo era grande, pero Manuel también su- fría y no era justo que mi vanidad dominara mi corazón. Años después de casada, muchas veces al recordar la esce- na, pensé que debía haberlo rechazado esa misma noche y si me quería tanto como me lo decía, obligara a su madre a humillar- se ante mí. Mas, en ese momento no tuve esa sangre fría y me contenté con unir mi pena a la suya. En nada cambiaron nues- tros proyectos, solamente se aplazó la fecha de nuestro matrimo- nio, sin saber cuando se realizaría. Por supuesto no volví a la casa ni nadie vino más a la mía. Quedó rota toda amistad con mis amigas y fué mi mayor pena. Hasta las llegué a encontrar en la calle y fué como si nun- ca nos hubiésemos conocido. Cada vez, me daba una conmo- ción nerviosa, las piernas se me aflojaban, pareciéndome que me iba a caer. Las primeras veces al llegar a casa me echaba a llorar desconsolada. Me parecía pagar muy caro este amor que al principio no quise aceptar y ahora me costaba el cariño de mis segundas h ermanas. El padre Soto, como siempre fué quien me tranquilizó: -"Ya les pasará, hija mía; después de la tempestad, vuelve el sol para brillar mejor" ... Muy dolorosas habían sido para mí esas primeras semanas después de la ruptura con mis amigas; sin embargo, tuve un gran consuelo al encontrar un día a Cristina, quien al verme vino donde mí y me abrazó. Fué tan cariñoso el saludo que ca- si me echo a llorar en plena calle. Esto fué para mi corazón el bálsamo que calma el dolor de las heridas. No tuvimos ninguna explicación ¿qué le podía yo decir, ni reprochar? El sentir su cariñoso apoyo me reconcilió de las injusticias de la vida; ya nada me importó la demás familia; el afecto de Cristina me bastaba: ella que había sufrido por el amor, era la única que me podía comprender. Nos volvimos a encontrar, tratándome ella cada vez con mayor cariño. Estas demostraciones rescataron ampliamente los desaires a que sin duda se creían obligadas, las que yo había creído ser mis rnej ores amigas. Una nueva pena me sobrevino con la partida de mi confe- sor, el bondadoso padre Ezequiel Soto, mandado a lea, de cape- llán del nuevo colegio de Belén, que allí acababan de establecer.

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