Mi Manuel
- 122 - no quiso salir de su casa permaneciendo encerrado durante los tres años de la ocupación chilena. Al irse ellos, volvió Manuel a la vida normal yendo a la chacra San Martín, propiedad de su cuñada, para poner en prác- tica sus estudios sobre almidones que en sus horas de aparta- miento había perfeccionado. Entrando en sociedad con su her- mano Francisco, cultivando yuca en esa gran chacra situada detrás de la Exposición, casi en Lima mismo, pensó Manuel rea- lizar un gran negocio. En eso convinieron y Manuel encargó a Francia una má- quina para moler la yuca que suprimía la pesada tarea de pelar- la ahorrando el gasto de la mano de obra, ofreciendo dobles ga- nancias. Pero sea decidia o mala fe, pues ambas cosas suelen verse también entre familia, Francisco no plantó una sola yuca y la máquina quedó depositada en la huerta de Isabel, esperan- do prestar los servicios que nunca le pidieron. Al poco tiempo Francisco ofreció en venta la chacra a Gar- cía Irigoyen en 30,000 soles; al saberlo Manuel, quiso comprár- sela, con pago al contado y le pidieron 60,000. En vista de tan clara negativa Manuel comprendió y no insistió, no hablándoles más del asunto. Años después, muerto Francisco, Josefina se la vendió a don Luis Sanguinetti, siendo entonces una verdadera mina de oro cuando se hizo el corte de la Exposición para far- mar el Paseo Colón. Francisco y su esposa, junto con su familia que en ese tiempo era muy numerosa, vinieron a vivir en los bajos de la casa de la Merced. Como casi siempre seguía algo delicado de salud, fué un gusto para su madre estar más cerca de su hijo, viéndolo más a menudo y pudiéndole preparar los sustanciosos caldos y demás potajes, de los que sólo una madre tiene el se- creto para el paladar de su hijo. Así cada día mandaba a una sirvienta llevándole un gran tazón de caldo con su buen trozo de gallina. La señora Josefina prevenida salía ella misma a r ecibirlo de las manos de la criada y provocada por el apetitoso olor que trascendía, tomaba el pe- dazo de gallina con la mano y le pegaba un gran mordiscón: ~"¡Qué buena presa se va a comer mi Pancho! ... " repetía con la boca llena y atracándose más y más la ansiosa señora, dismi- nuyendo así la ración del pobre enfermo.
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