Mi Manuel
-120 - -inás los lazos de amistad entre los dos. Desde el primer día se instaló a su lado en el sofá, poniendo la cabeza sobre sus rodi- llas, gruñiéndole al menor de sus movimientos. El inteligente animalito comprendió que ya era su verdadero amo y como tal dispuso de su persona como cosa propia. ' También me acompañaba a la casa de la Merced y allí se instalaba durante semanas enteras, quedándose como en su casa. Así transcurrieron los meses, compartiendo mi tiempo en- tre mis amigas, sintiéndome feliz en medio de ellas. A menudo veía jóvenes literatos en casa del señor Manuel, que lo venían a buscar. Uno entre ellos me llamaba la atención por su aire so- carrón y silencioso: -"No te fíes, me dij o Margarita despacito en francés, que hablaba bastante bien, ni digas nada delante de este señor, él ve y escucha, luego escribe todo lo que oye decir". Era "el Tunante", quien realmente muy miope, cerraba los ojos para ver mejor y le daba ese aire que nos lo hacía receloso. En ese tiempo escribía en "El Nacional", crónicas de costumbres y años después, al contarle nuestros t emores, riéndose me contes- tó: -"En efecto yo examinaba a las niñas de la casa de don Manuel, porque me habían dicho que una de ellas era su novia y rubia; yo me hacía el cegatón para examinarlas mejor; pero nunca s,upe cuál era, entre el numeroso grupo". Realmente Ju- lia y Rosalía eran rubias también, no era pues un distintivo para reconocerme. También conocí entonces a Federico Elguera y a F. Blume, ambos buscaban mucho a Manuel en ese tiempo; venían a pe- dirle prólogo para su "F + F" que iban a editar. Muy célebres fueron en ese tiempo aquellas letrillas que salían publicadas en "El Nacional": todas las sabíamos de memoria. Hernán Ve- larde, también venía a menudo, lo mismo Domingo de ·vivero muy amigo suyo y muchos más, que sería largo enumerar. Otras veces eran "señoritas literatas", que le venían a pe- dir les corrigiera sus versos o a pedirle composiciones suyas, para periódicos de provincias. A esas las mirábamos todavía con más reojo, dudando mu- cho sobre los verdaderos motivos que las traían. El las despedía casi siempre, sobre todo creo, cuando sabía que yo estaba allí. En esos años la tía Isabel venía menos que nunca a la casa de su madre; éramos la señora Pepa y nosotras quienes la íba-
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