Mi Manuel

- 116 - calle y apura1:1do el paso, l~ d~j é solo, ~iguiendo mi, camino muy 8rguida y satisfecha de m1 misma. Mientras llegue a casa estu- ve muy valiente y serena, orgullosa de mi hazaña; pero a la ho- ra de dormir no me pude explicar el porqué había procedido así: ¿Coquetería de mujer, ganas de fastidiar? no lo sé. Pasé dos días. 'sin salir y al tercer día vino Margarita a verme. Con- versamos y después de un rato me dijo: -"No sé lo que tiene mi tío Manuel, hace dos días que no come, ni abre un libro, sien- do en él señal de mucha preocupación". Nada dije pero al momento me entró un gran remordimiento juzgándome cruel y perversa. Pobre señor Manuel, había yo jugado con su cora- zón, como un gato con un ratón! Apenas se fué Margarita lloré amargamente, pesándome en el alma, deseando verlo. Al poco rato me vestí y salí a la calle; llegando a la plaza de la Merced por la calle de Lescano, él viniendo de su casa, nos dimos el en- cuentro; parecía que una fuerza sobrenatural nos había empu- jado el uno hacia el otro, nos dimos la mano, sin hablar nos re- conciliamos. El muy noble no me dió una sola queja, avergon- zada, mo prometí no volverlo a hacer: Yo misma me había cu- rado de mi maldad. En esos tiempos llegó a Lima "La Estudiantina Española" grupo de jóvenes guitarristas que daban sus conciertos en el Politeama y el señor Manuel nos invitó a ir a mis amigas y a mí. Muy dulces son los acordes de esa música típicamente es- - pañola, que parece inventada especialmente para expresar el amor. Supe entonces aquella noche el poder de la música sobre los nervios, al sentir en esos momentos posarse sobre mí las,mi- radas de Manuel: creo que el licor más fuerte no me habría em- briagado más. El también más tarde, me recordaba ese día en que por primera vez, nuestros corazones vibraron unísonos, en una gran melodía de amor. Había ido como siempre a Belén, los primeros viernes del mes. El padre Soto me seguía guiando con sus consejos, apa- gando en mi corazón las últimas ráfagas de esa vocación reli- giosa que a ratos volvían a renacer en mí. Sin duda eran ellas las que motivaban lo que yo llamaba mis "coqueterías" y tanto hacían sufrir a mi pobre enamorado. A ratos me entraba de nuevo el temor de equivocarme, pen- sando en las recomendaciones de mi padre al morir: -"Serás más feliz". Lo único que me calmaba era saber no ser como los

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