Mi Manuel

-115 - .A menudo venía Julia por la mañana para ir a misa juntas y otras veces iba yo por la noche a verlas. Al salir, el señor Prada se hacía el encontradizo conmigo, al doblar la esquina de la calle de la Merced y me pedía permiso para acompañar- me como lo había hecho la primera vez con autorización de su madre, pero ahora con mi consentimiento. ¡Qué buena me pareció entonces la vida rodeada de tanto cariño ! Julia me cuidaba como a una verdadera hermana, me vestía y me arreglaba como a su muñeca; gozaba yo al sentir ese cariño fraternal del que estaba privada desde tantos años ya. Dos veces vino a verme la señora Pepa con Margarita, que- riendo conocer mi jardín con su madreselva florecida que em- balsamaba toda la casa y tanto le habían ponderado mis ami- gas. Lindo y frondoso estaba de veras el patio: le habíamos agregado jazmines y naranjos que teníamos la paciencia de la- var hoja por hoja con Margarita para preservarlos de la peste que los amenazaba. El primero de noviembre, al volver del cementerio, mi her- mano se golpeó al bajar del tren y tuvo que guardar cama por varias semanas, habiéndosele formado un flemón. Ya yo no sa- lía a la calle en todo ese tiempo para cuidarlo y el señor Manuel extrañó no verme. Pero los enamorados tienen iniciativas y se le ocurrió valerse de mi sirvienta a la que él ya conocía. La pri- mera noche se contentó con mandarme saludos con ella; las noches siguientes, que deseaba saludarme personalmente. Al principio me resistí a verlo: -"Yo no soy de las de ventana", le mandé decir, dándome por ofendida a sus primeras llamadas; hasta que una noche fuí a verlo pasar no más, sin que él me viera. En fin según la eterna pendiente del camino del amor, por la que resbalan todos, poco a poco consentí en hablarle a través de la reja, durante algunos minutos, y así seguí viéndolo en los últimos días que mi hermano quedó en la cama. Por fin curado él, volví a salir a la calle y de nuevo nos vimos en su casa en medio de mis amigas. Una noche me rogó le pusiese pelo mío en un guardapelo que él usaba en la cadena de su reloj. Accedí y lo recibí; pero al día siguiente me pesó y se lo devolví sin darle ninguna explicación: -"No quiero", le di- j e únicamente, sin darle más razones. Me rogó, pero no cedí y en un impulso que no pude dominar agregué: -"Me da miedo quererlo, váyase y no me hable más" Esta escena pasaba en la

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