Mi Manuel

- 109 - nada divisamos. Al llegar a la calle de la Constitución, la más central y la más concurrida a toda hora, me encontré con un se- ñor, amigo de mi hermano, que me paró, preguntándome ¿qué buscaba? Le conté lo ocurrido y a lo mejor de rpi narración, me pareció divisar mi perro a lo lejos; sin decir más corrí en esa dirección. El mismo era y también me reconoció, viniendo ha- cia mí. Causamos un verdadero alboroto, él ladrando y gritan- do, me saltaba loco de alegría; yo no menos contenta, corres- pondiendo a sus fiestas. Un numeroso grupo de curiosos se for- mó alrededor de nosotros, simpatizando con nuestra alegría, ce- lebrando el feliz encuentro. Satisfechos los dos regresamos a la Punta y en la estación al vernos llegar los empleados, se rie- ron de mí; tenían razón: La tierra salitrosa, con la humedad de la noche se había hecho barro que se pegó a su lana y al secarse con el sol S'e le formaron una multitud de bolitas que al andar cho- caban y sonaban como "quita sueños". Solté la risa yo también al fijarme en su facha y color tan especiales; pues habría sido difícil reconocer en él, al "perrito blanco" del que yo les había dado las señas. -Un buen baño al llegar, lo volvió a po- ner como nuevo. En los primeros días de mayo, empezando a sentirse frío en la Punta, regresamos a Lima. Mi hermano alquiló una casa en la calle Puerta falsa del Teatro, y a ella fuimos a vivir. Sa- biendo de mis aficiones me dió la sorpresa de llenar el patio de plantas y flores. Verde y lindo estaba así, perfumado por las diamelas, heliotropos blancos, madreselvas y sus rojos granadi- tos en flor; así con su puerta de calle cerrada, parecía un ver- dadero nido. A la verdad, yo no podía quejarme dé mi hermano, ni de su mal genio temido por mi papá; por el contrario, se mostra- ba bueno y afectuoso conmigo, tratando siempre de agradarme. Una sirvienta de cierta edad, especialmente dedicada a mi perso- na me acompañaba a la calle, mientras otras dos se repartían los quehaceres. de la casa. Sin embargo yo no olvidaba mis antiguos propósitos, refor·- zados por los últimos consejos de mi padre y al ir de nuevo a Belén, se los recordé a las madres. Muy cordialmente me aco- gieron mis antiguas maestras, sobre todo la madre Gertrudis, que había sido casi la iniciadora de mis ideales. Pero aun no me decidía a venir . Reflexiva, antes de realizar el trascendental ac-

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