Mi Manuel
- 96 - librarme de cavilaciones felizmente extemporáneas por el mo· mento. Por broma un día, una madre me prestó una gorra y en.. cantada me la puse todo un día. Feliz me sentía con la prenda monjil que presagiaba había de usar toda mi vida. Una de las madres de mi mayor afecto era mi maestra de canto, la madre Marie Alexis, que también nos adiestraba a re- presentar las comedias. Era una verdadera artista, tanto por su linda voz, como por su gusto refinado. La iglesia era el lugar de sus triunfos: amplia, límpida, su voz llenaba ella sola, todo el vasto y sagrado ámbito, quedando humilde y sencilla después, cuando en cualquier otro lugar le habrían valido aplausos y glo- ria. Yo me hacía un placer en ayudarle a copiar sus partituras de música como tributo de mi admiración que ella me agrad.e- cía, siempre dulce y afable. Llegó otra vez la época de los premios y siempre restringí~ das nuestras alegrías bajo la férula del enemigo, tampoco hubo comedia ese año; sólo versos se recitaron y entre ellos unos muy tristes de Za1re, muy enternecedores con los que hice casi llo- rar ... a las que me entendieron. También corrí con el discurso de despedida, que para mí esta vez, era definitiva. Con mucha emoción llené mi cometido diciendo adiós a to- do y a todas. Al otro día abandoné el colegio, del que guardo un recuer- do imperecedero. Ahora mismo vieja e incrédula, al cruzar por las calles con algunos de esos seres neutros llamados monjas, desde el fondo de mi corazón dedico un recuerdo de cariño y agradecimiento a esas santas que reemplazaron a mi verdadera madre.
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