Mi Manuel

- 93 - char mis palabras, en presencia de la hija de Piérola y de toda la primera clase. En efecto, al poco rato me vino a llamar una niña de su parte, a la que contesté que iría al terminar de copiar lo de la madre Alodia. Como ésta última era la Maestra del Pensionado, su superiora jerárquica, no podía oponerse a que me quedase con ella -"Deje que pase su hora de clase en la primera, me siguió diciendo y cuando vaya a la de las chicas, entonces irá usted tranquilamente; ya estará burlado .el careo escandaloso que le quería hacer". Todo sucedió como lo había combinado la sa- gaz madre Alodia. Terminada su clase en la primera, vimos pasar a la madre Eufrasia para donde las chicas y la fuí a alcanzar. Empezó por reprenderme de haber demorado en venir y luego me riñó por mi "falta de generosidad ante la desgracia de los caídos". -"La canallada fué de quien se lo repitió a ellas, -le contesté-, pues nadie ignora que es la verdad". Entonces me reprochó mi poco amor al Perú. -"Justamente por quererlo, es que me duele su desgracia, -añadí,- los qne lo abandonaron son los que no lo quieren". Al fin después de muchas palabras, terminó la expli- cación y me dejó salir. Regresé donde la madre Alodia a darle las gracias por haberme librado de la alevosa y bochornosa celada. En cuanto a la chismosa, en la vida la volví a hablar. Fuera de esos pequeños desagrados casi inevitables de la vida en común y palpando el verdadero interés que me manifes- taban la mayoría de las madres, yo seguía feliz y contenta en Belén. Salía a menudo a mi casa y me constaba la inquietud que ocultaba la aparente tranquilidad de la ciudad, bajo la mano férrea del invasor; se le sentía alerta y listo a ejercer represa- lias, contra el pueblo que sabía los aborrecía. Un día un oficial chileno quiso pegarle de planazos a mi papá, porque no le cedía la vereda. Mi h ermano que le daba el brazo intervino: -"¿No ve usted que es enfermo?" -le dijo reprochándole su abuso; el chileno bajó del sardinel y siguió su camino sin chistar. Pero no siempre se agachaban tan man- samente y me horrorizaba verlos continuamente cometer las mayores injusticias. Otro día por la calle de Virreyna vimos un infeliz chino andando tranquilamente delante de nosotros, se le .presentó un

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