recibió el justo premio de un segundo gol, obtenido por la Culebra Montellanos justo antes de cumplirse la media hora de juego. Alianza ganaba, Alianza gustaba, Alianza disfrutaba y la afición paladeaba su momento. Pero como había ocurrido en el anterior encuentro, los uruguayos jugaron mejor el segundo tiempo y apenas a los 12 minutos de la etapa complementaria Romero consiguió el descuento. En esta ocasión Alianza Lima dio la impresión de manejar mejor la situación, pues recuperó el control del balón volvió a mostrar un buen nivel de juego tras el gol y la tranquilidad retornó a las tribunas. Pero nada es seguro en el fútbol. De pronto el señor Poole, que venía arbitrando sin mayor inconveniente, cobró un penal en el área blanquiazul absolutamente discutible. Argumentaba una mano de Quintana que nadie más que él había podido apreciar. Los íntimos protestaron de manera tan airada como infructuosa. Una vez que los silbidos y gritos de la tribuna se hubieran acallado, el uruguayo Dorado acomodó el balón en el punto del penal. En la portería de Alianza Lima Juan Valdivieso, niño sabio del arco con apenas veinte añitos, se cuadraba en la línea de la verdad. Entonces sonó el silbato de Poole y Dorado le dio de alma, con la misma contundencia con que había logrado el primer gol en la final mundialista. Parecía llegar el indeseado empate. Pero no. Cien veces no. Esta vez estaba al frente el gran Juanito Valdivieso, «Ligerito» para sus amigos de Lince, dispuesto a exhibir su alcance y demostrar de qué material estaba hecho. Valdivieso adivinó el disparo, se lanzó a tiempo y para alivio de miles de espectadores, alcanzó a rechazar el balón. El rebote quedó algo largo y el propio Dorado atacó violentamente al portero, haciendo cosa igual Mascheroni. Soria reaccionó y cubrió a Valdivieso de la carga de Dorado. Pero Mascheroni sí le cayó con todo al guardavallas y dejó al noble «Ligerito» tendido un rato largo, pero con la pelota bien atenazada y la afición rompiendo en aplausos. La gran atajada de Valdivieso tuvo la virtud de devolver el alma al cuerpo al aficionado y al propio equipo blanquiazul. Alianza seguía ganando y la natural alegría de semejante sentimiento se reflejó en el juego, más pícaro que nunca, de los íntimos. El verde florecía de intimidad, la tribuna deliraba. Pero se excedieron, abusaron del toque y la finta. Se confiaron los blanquiazules cuando más seguros estaban del triunfo generando más adelante expresiones periodísticas de gruesa ironía. 202
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