muestras claras de controlar por fin las acciones. La tarde caía más dorada que nunca. Estaba a punto de consagrarse el primer triunfo de un equipo peruano ante una formación uruguaya. Le estábamos ganando a los maestros, a los campeones mundiales. El tiempo no se detiene ni con amor ni con oro. Llegó por fin el último minuto de juego, que no es lo mismo que decir que llegó la tranquilidad. Qué va. Los uruguayos insistieron hasta las últimas y lograron un peligroso tiro de esquina ya con el reloj volando. Subieron todos a buscar el gol, mientras los espectadores se ponían de pie. Se hizo el silencio en el Nacional. En efecto el balón llegó sinuoso y portando peligro al corazón del área crema. Había mucha gente en el área crema y en medio de la confusión vespertina Carbone se perfiló para el remate. Pero el balón, que paraba rebotando, le quedó largo y en su intento por generar peligro el delantero uruguayo usó la mano para fingir un remate. El juez cobró la falta sin vacilar y el uruguayo Carbone se tocó de nervios y empezó a reclamar de manera airada, sin otro resultado que consumir valiosos segundos de juego. Tocaba sacar al equipo de la Universidad y Arturo esperaba pacientemente la indicación del árbitro. Una vez que se restableció el orden, Arturo se tomó su tiempo para que el equipo entero se desplegara hacia el campo contrario, mientras los campeones del mundo retrocedían frustrados. La gente aplaudía de pie esperando la consagración del triunfo. Bajo la gritería y frente al balón, Arturo sentía abrirse ante sí las puertas del triunfo a tribuna llena. Iba a sacar con toda el alma. Ahora qué dirían los que querían alejar a los Fernández del equipo de la Universidad. Tomó carera, enfiló con rabia y sintió de pronto la agudeza de un silbato redentor, el impacto incomparable de un grito multitudinario más intenso todavía que todo lo escuchado aquella inolvidable tarde de Navidad. El encuentro había terminado y todos se abrazaban en triunfo. A esas aturas en la tribuna Lolito era apenas una huella en una butaca vacía, pues había sido el primero en enfilar al alambrado para cruzar y saludar a sus compañeros. El sol, redondo y generoso, brillaba para todos igual. Una vez frente a su hermano Arturo, se unieron ambos en un gran abrazo, un victorioso nudo fraterno. Juntos siempre. Unidos siempre. Nadie podría alejarlos del equipo de la U, nadie podría apartarlos del triunfo. Nadie. Arturo lo acababa de demostrar esa misma tarde y un par de días después le tocaba a Lolito definir contra Alianza Lima el título de 191
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