alcanzó a meterla de taquito congelando una vez más la tribuna. Pero, felizmente, se anuló la jugada por evidente posición adelantada y todos volvieron a la vida. El vendaval continuaba. Ahora era Iriarte el que desbordaba con todo y sacaba un peligroso centro rasante que Nasazzi remató desviado. No parecía haber tregua posible con los campeones del mundo esa tarde del Nacional. Vaya si tenían recursos los uruguayos del Bellavista. Esta vez un cerebral pase de Romero lo puso a Iriarte a tiro de gol. Pero la ansiedad del remate terminó perjudicando al atacante rival y el balón, el bendito balón, salió nuevamente fuera. Lolito en la tribuna no había terminado de recuperar la respiración cuando el temor volvió a sacudir todas las graderías. Allá abajo, sobre el verde, nuevamente se había escapado un uruguayo. Pero esta vez el que encaraba el arco de Gastañeta con el balón dominado y libre de marca era Nasazzi. El que nunca fallaba. El mariscal, el número uno. El diablo en botines, para todos los seguidores del equipo de la Universidad que veían su valla a merced de Nasazzi. La muerte parecía anunciada cuando apareció Arturo, en el instante en que el campeón del mundo se disponía a rematar. Costaba creerlo. Arturo le había quitado el balón a Nasazzi, controlaba la de cuero y salía jugando con toda seguridad. Arturo. Arturo Fernández. Una ovación generalizada despertó a todos los muchachos y llenó de orgullo a Lolito. Ahí tienen, pensaba emocionado, ese es el verdadero Arturo. Y esa gran jugada de Arturo Fernández, elogiada al día siguiente en todos los medios de comunicación, empezando por calles y plazas, tuvo la virtud de cambiar el giro del encuentro, pues a partir de ese momento la zaga crema recuperó el aplomo. Los mundialistas del Uruguay no dejaban de intentarlo. Pero tanto Arturo como Lasús empezaron a ganarle la moral a los delanteros rivales, mientras la tribuna los arropaba de aplausos. Quedaban pocos minutos, los campeones del mundo habían descargado su artillería todo el segundo tiempo de manera sostenida y no habían logrado el empate. En las instancias finales Lasús se vio obligado a ceder un córner que cobró el afanoso Iriarte. Era la pelota que esperaba el mariscal Nasazzi para arremeter como una tromba y liquidar el marcador. Pero no. Cien veces no. Esa tarde no. Primero llegó la prodigiosa mano de Gastañeta y desvió un balón que tenía destino de arco. Los minutos corrían y el rendimiento defensivo crema, con Arturo Fernández a la cabeza, daba 190
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