6. CONCLUSIONES Ese 23 de setiembre de 1928 llegaron al Estadio Nacional no solo dos equipos de fútbol que representaban a grupos raciales diferentes. También eran cuadros que, por las características socioculturales de la sociedad limeña de aquel entonces, eran percibidos como peligrosos, violentos y desordenados, los unos; y modernos, racionales y decentes los otros. En el equipo de Alianza jugaban albañiles y choferes, que estaban en la parte más baja de la pirámide del estatus social. Los universitarios, como gente decente, se consideraban en la parte más alta de la misma pirámide. Durante el gobierno de Augusto B. Leguía, este proporcionó un discurso incluyente para todos los grupos sociales considerados plebeyos. Así, Leguía apareció como el nuevo Viracocha ante las poblaciones indígenas. También buscó incluir en su proyecto político a la población negra. Se convirtió en padrino de las andas de plata del Señor de los Milagros. En esa misma línea, creemos, se convirtió en protector del equipo de los albañiles y choferes negros: Alianza Lima. Es cierto que Alianza era un equipo conformado por albañiles, obreros y choferes, es decir hombres de pueblo. Ellos jugaban como tales. Sin embargo, los dirigentes de Alianza que lo vinculaban con los torneos oficiales no pertenecían al pueblo. Para los universitarios, la actividad deportiva era propia de la élite y de cierta plebe pero no de su totalidad. El gobierno de Leguía apoyó las manifestaciones culturales de los grupos marginales para legitimarse ante ellos. A nuestro entender, fue Leguía el primer presidente de la República, pero definitivamente no el último en utilizar al fútbol como una forma de lograr legitimación y respaldo del pueblo. Este discurso incluyente de Leguía contrastaba con la práctica excluyente de los universitarios, que veían en el deporte una forma de cultivar las virtudes elegantes de los intelectuales y «uno de los propulsores más eficaces de la grandeza de un pueblo» (El Comercio, 8 de julio de 1923). Como sostienen Manuel Burga y Alberto Flores Galindo en Apogeo y crisis de la República Aristocrática, «el Oncenio de Leguía, de 1919 a 1930, fue el intento sistemático, a veces temerario y maquiavélico, de construir la “Patria Nueva” quitando el poder político a la antigua oligarquía civilista y entregándolo a un nuevo grupo que iba surgiendo y ampliándose a medida que avanzaba el proceso leguiísta» (Burga & Flores, 1991, p. 125). Una pequeña parte de esta oligarquía controlaba la 151
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