marcar el estatus del habitante» (Parker, 1995, p. 163). Esto debido a que a inicios de siglo la ciudad no estaba dividida en distritos ricos y distritos pobres. En teoría, la casona era el domicilio de la familia aristocrática, mientras que el callejón y el solar destacaban como las viviendas populares de la época (Panfichi, inédito). El asunto se hacía más complejo debido a que eran pocas las familias de la élite que no alquilaban algunos cuartos de sus casas. No obstante, no cualquiera podía entrar a una casona: las habitaciones de las casonas eran alquiladas a cierto «tipo» de personas: la gente decente. Esa delimitación social se debe a que en la Lima de la época las personas eran socialmente ubicadas básicamente en dos estamentos: la gente decente y la gente de pueblo: «la gente decente consistía de aquellas personas que reunían ciertas cualidades “superiores” de raza, apellido, educación, profesión y estilo de vida»» (Parker, 1985, p. 165). Estas cualidades no podían ser adquiridas sino que más bien debían ser adscritas, lo que —dado los procesos de modernización incipiente— era cada vez más difícil de sostener: «la ideología dominante imaginaba que la riqueza, debido a que tiene por definición un carácter transitorio y no innato, jamás podía determinar el estatus del hombre. En la práctica, por supuesto, la fortuna sí importaba, y docenas de nuevos ricos entraban a la élite cada año» (Parker, 1985, p. 165). Por su parte, los pobres eran divididos en dos grupos: el primero conformado por «trabajadores de humilde condición, artesanos, obreros y jornaleros», y el segundo conformado por las personas que pertenecían a lo que se conocía como la «clase media». Dado el desencuentro entre dos formas de valorar socialmente a las personas (los criterios de estatus y de riqueza), la clase media integraba a todos aquellos que no podían ser ubicados entre la gente «decente» ni entre los «pobres»82; por ejemplo, comerciantes o gente «decente» venida a menos. Estos últimos eran aquellos que no tenían poder en términos de acceso a recursos materiales, pero lo tenían en términos de estatus y, por lo tanto, podían convivir con «pobres» pero manteniendo a la vez ciertas diferencias: eran pobres pero hidalgos, una de las características de los criollos de la época (Del Águila, 1994, p. 67). Dadas las características antes mencionadas de los barrios, unos y otros coexistían en espacios residenciales reducidos. Esto último llevó a que pobres y pobres de clase media terminaran socializando en «microespacios públicos»: la calle, la plazuela de las iglesias, los pasadizos de los callejones, entre otros83. Por ello, autores de la época no 112
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